«Con demasiada frecuencia confundimos la seguridad con el dinero, con un trabajo, con un certificado de estudios… Todos elementos de gran importancia, pero que tienen que ver con lo exterior. Te entrenas para correr tras ellos, pero hay circunstancias que no controlas. Y sucede que de repente todo cambia y aparece la tragedia…». Esta es la introducción de M. P., que necesita hablar y que alguien la escuche. Y esta es su historia:
«Apareció el coronavirus y todos debíamos protegernos para no contagiarnos y frenar la expansión. Teníamos que quedarnos en casa, como nos pedían, y lavarnos las manos con frecuencia y bien. Pero me asaltaron todos los temores: mis hijos podían caer enfermos, no concluirían su ciclo formativo, en el que habían puesto tanto empeño, podría perder el empleo. Desde las primeras semanas de confinamiento tratamos de adaptarnos a la nueva situación en casa, algo nada fácil, pues nuestro trabajo en hostelería y cuidados personales no se podía trasladar al hogar, así que aprendimos a utilizar los elementos de protección.
A esta situación se sumó otro drama pues, bruscamente, se quebró la salud de mi madre, la abuela que se había quedado en su tierra. La pandemia invadía también su país y, si bien lo suyo no era COVID-19, precisaba de urgencia una intervención quirúrgica y había que buscar una clínica privada, pues los hospitales estaban colapsados con la pandemia. Había que reunir dinero para la operación; hicimos piña y pudimos lograrlo.
La operación no fue un éxito y la enviaron a casa con la medicación y la indicación de que si tenía complicaciones tendría que ir a un hospital. Aparecieron las complicaciones y mi madre se murió en el camino, mientras buscaban sin conseguirlo un centro hospitalario donde poder ingresarla. La crueldad del desenlace, la pérdida, la imposibilidad de acercamiento, esta distancia enorme y forzada, agravan y llenan de fantasmas nuestra desolación. El reto sigue siendo recuperar ese sentimiento y esa fe que ayudan a afrontar las situaciones difíciles».