Las luces de los teléfonos móviles desgarran la oscuridad dando solemnidad al momento captado en la mejor fotografía del año según World PressPhoto. En primer plano, un joven sudanés de unos 17 años aprieta con fuerza la mano sobre el pecho mientras recita con pasión una poesía protesta contra la junta militar que derrocó al presidente Omar Hasán al Bashir. Palabras en lugar de machetes. Estrofas en vez de piedras, fuego y sangre. Una revolución pacífica que llamó la atención del fotógrafo japonés Yasuyoshi Chiba aquella noche del 19 de junio de 2019 en Jartum. Tan solo dos meses antes Francisco había implorado en Roma a los líderes políticos de Sudán del Sur que se reconciliaran y firmaran la paz por el bien de su pueblo. En el país de los chicos de la foto no hay refugios donde pasar guerras ni pandemias. La división marca la existencia del Estado más joven del mundo. Nadie puede esconderse de la guerra civil, la violencia y mucho menos de los virus, que es lo que menos les preocupa en este momento. Mientras se reciten poemas en lugar de empuñar kalashnikov hay esperanza. Esa fuerza poderosa es la que impulsó al jurado a elegirla de entre 73.996 fotografías de 4.282 fotógrafos de 125 países de todo el mundo.
De tanto mirar la foto, es como si estos jóvenes formaran ya parte del álbum familiar. Me pregunto qué será de ellos cuando las cifras de la pandemia asfixien aún más el país. Los expertos advierten que el virus provocará millones de hambrientos en África. Más muertes que la propia letalidad del COVID-19, en un continente en el que según la OMS hay cinco camas de UCI por cada millón de habitantes. El periodista Xavier Aldekoa daba el otro día un dato muy significativo respecto a Sudan del Sur: con una población de once millones, hay tantos respiradores como vicepresidentes: cuatro.
Cuando comience el gotear de los caídos sin cama, cuando se acumulen los muertos en fosas comunes, cuando las imágenes ni siquiera nos impresionen y hasta las ignoremos, recordemos que ellos antepusieron la poesía al horror. Supieron alumbrar la noche con destellos de luz, soñaron que abría un amanecer en el que quizás nosotros descubramos que estamos enfermos de otra cosa, de una mezquindad congénita que nos impide saber que la vida da muchas vueltas y que mañana tú puedes ocupar el lugar del otro. El Papa Francisco lo advertía el pasado domingo: «Mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente».
En definitiva, lo que se viene llamando compasión. La historia se repite en bucle. Al final va a resultar que no les estamos fallando a ellos: nos estamos fallando a nosotros mismos.