Monjas, en la trinchera del virus
Las hijas de San Camilo montaron en un día en su hospital de Treviso una macrounidad para atender a pacientes con COVID-19, y trabajan a destajo para cuidar y acompañar a los enfermos. «Cada día, si no varias veces al día, tenemos que cambiar el plan de acción. Tenemos que mantener la mente lúcida». Ellas aseguran que su sustento es la oración y el ejemplo de san Camilo
Los hospitales están saturados de enfermos, pero al mismo tiempo vacíos. Las visitas de los familiares se han prohibido para evitar el temido avance del contagio. Los pacientes más críticos, a los que el COVID-19 se ha aferrado sin piedad, luchan contra reloj para abrir sus pulmones y coger aire, pero completamente solos. Los que todavía están conscientes, antes de ser intubados boca abajo en las camillas de las salas de las unidades de cuidados intensivos (UCI), tienen miedo de dormirse y no despertar nunca más.
«Nunca había visto algo así. Los pacientes están muertos de miedo. Llegan aquí con los ojos fuera de las órbitas. Muchos de ellos han visto morir a las personas que estaban en la camilla de al lado. Nos preguntan continuamente si podrán volver a sus vidas cotidianas. Son preguntas terribles, pero lo peor es que no tenemos respuesta», explica la hermana Lancy Ezhupara, directora del Hospital de San Camillo de Treviso, que gestiona la orden de las Hijas de San Camilo. Ella forma parte del batallón de mujeres consagradas, ataviadas con bata blanca en lugar del hábito, que se dejan la piel en primera línea contra el coronavirus. «Hasta hace un mes todo seguía igual por aquí. Nos dijeron que debíamos continuar con el servicio de atención primaria, y que el sistema público se ocuparía de atender a los pacientes de COVID-19. Pero vista la emergencia, las autoridades de la región del Véneto nos pidieron que echáramos una mano. Y no nos lo pensamos ni una vez», recuerda. En solo un día crearon una macro-unidad para pacientes afectados por el virus en la que trabajan a destajo monjas enfermeras, médicos de enfermedades infecciosas, medicina interna y neumología, además de celadores y demás personal sanitario. La prioridad es siempre la misma: salvar vidas.
La hermana Lancy se encarga de coordinar el personal médico y sanitario para asistir a los 35 pacientes contagiados con coronavirus. «Hasta ahora la actividad en el hospital estaba muy estandarizada. Cada uno tenía bien definido su espacio de trabajo y el horario que debía cumplir. Pero con esta pandemia ha saltado todo. Cada día, si no varias veces al día, tenemos que cambiar el plan de acción. Tenemos que mantener la mente lúcida y flexible para enfrentar con eficacia esta situación del todo nueva. Nadie es perfecto, pero tratamos de dar el máximo y hacerlo lo mejor que podamos», explica en una conversación telefónica con Alfa y Omega que dura poco más de 15 minutos y en la que responde con la voz fatigada. «Hemos duplicado los turnos. Hay veces que no hay tiempo para comer. No estamos acostumbradas a esto. Pero ninguna de las hermanas se ha quejado de las duras condiciones de trabajo. Estoy impresionada con cómo están haciendo frente a esta situación extrema. Y no es que seamos ignorantes; tenemos formación sanitaria y sabemos a lo que estamos expuestas», describe en un momento suspendido entre las idas y venidas agitadas de los que tratan de salvar la vida a los que tienen la muerte instalada en los huesos. Su única aliada en estos días de pesadumbre y falta de certeza es la fe. «Nos sostienen la oración y el ejemplo de san Camilo», dice. Las carencias que las ponen en peligro son las mismas que está soportando el mundo médico en toda Europa. Hospitales desbordados, falta de mascarillas FFP2, las más seguras, y test diagnósticos que no son suficientes para identificar los positivos. El virus no distingue entre pacientes y sanitarios. «Hasta ahora hemos desarrollado nuestro trabajo con todas las protecciones posibles. Teníamos a nuestra disposición instrumentos médicos con los que protegernos de las enfermedades infecciosas o vacunas. Pero en esta situación no hay nada. Nos falta de todo. Estamos muy desprotegidas», incide. Esta condición que las deja inermes frente al virus no languidece su ánimo. Al contrario. Las acerca a su misión: «Las hijas de San Camilo estamos llamadas a dar aliento a los que acusan dolencias. Además de lo clásico, castidad, obediencia y pobreza, hemos cumplido con un cuarto voto: servir a los enfermos, aunque eso nos cueste la vida. Ese cuarto voto que ha estado un poco en desuso, adquiere hoy una dimensión fundamental. Diría que es de extrema actualidad».
En la trinchera más peligrosa
El ejemplo discreto de las monjas que están dispuestas a dar su vida por los enfermos se recrea en cinco hospitales repartidos por toda Italia: Roma, Trento, Treviso, Brescia y Cremona. Estos tres últimos son una trinchera peligrosa. De esto da cuenta la directora del personal médico y sanitario del Hospital de las Hijas de San Camilo de Brescia, Romana Conccaglio. La doctora, que es laica, excusa a las monjas enfermeras que no pueden atender a este periódico. «Están trabajando afanosamente en la recuperación de aquellos que tienen la vida sujeta por el hilo de Dios», señala. El hospital donde trabaja se sitúa en una de las zonas del norte de Italia donde la infección se ha cebado con toda su fuerza. No había tiempo. Los contagios seguían creciendo de miles en miles y esta estructura tuvo que adaptarse a las circunstancias sobre la marcha. «Tuvimos que dejar atrás nuestra actividad cotidiana de asistencia primaria y cirugías para atender a los pacientes de COVID-19. Hemos tenido que reorganizar todo. Ya no podemos atender a otro tipo de pacientes, y ni siquiera nos podemos mover libremente. Hay un circuito para reducir al mínimo los contagios», relata. Esa es la praxis general. En todos los hospitales que atienden a pacientes contagiados por el virus descubierto en China se siguen unas reglas precisas para minimizar el riesgo, como lavarse las manos cada pocos minutos, ducharse con lejía al final del turno, o el uso de EPIS —equipos individuales de protección— que son tan insufribles que dejan marcas rojas en el rostro. Pero el día a día de este hospital pone un poco de luz entre tanta tragedia. Hasta aquí llegan trasladados del resto de centros hospitalarios de la ciudad italiana personas que ya han superado la fase más crítica de la infección y no necesitan asistencia mecánica para respirar. En este momento atienden a 50. «Son pacientes que necesitan un gran apoyo desde el punto de vista psicológico. Algunos llevan más de un mes sin ver a sus familiares porque están aislados», explica. En estas circunstancias son las monjas enfermeras las que facilitan la comunicación con el exterior. «Gracias a los teléfonos y a las nuevas tecnologías es más fácil», señala. La esperanza de todos es que salgan y formen parte de la lista de los que se han curado.
Muchos de los contagios tienen un origen desconocido. Focos sin paciente cero identificado. Prueba de ello es Fausto Russo, preparador físico de 38 años, que explica ante la prensa extranjera que se ha infectado sin saber cómo. «El virus camina con las piernas de las personas asintomáticas. Yo no he tenido ningún contacto con ninguna persona que tuviera oficialmente el virus», detalla todavía convaleciente desde el Hospital de Latina, en el sur de Roma. Lo mismo sucedió en el Instituto de las Hijas de María de San Camilo en, Grottaferrata, cerca de la capital italiana, donde 40 monjas dieron positivo por COVID-19. Varias de ellas están ingresadas en el Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas Lazzaro Spallanzani de Roma en estado grave. «Estamos viviendo este sufrimiento en primera persona. Pero lo consideramos una gracia de Dios. Seguimos estando al servicio del instituto. El Señor nos ha permitido compartir estos momentos de sufrimiento y angustia con tantos enfermos que están viviendo esta situación», señala la superiora general de las hijas de San Camilo, la hermana Zélia Andrighetti. El convento romano permanece completamente aislado desde hace 15 días, cuando se descubrieron los primeros casos de coronavirus en las monjas. Pero ello no impidió al brazo ejecutivo de la caridad del Papa, el cardenal polaco Konrad Krajewski, visitarlas. El limosnero pontificio estuvo allí hace poco más de una semana para llevarles, además de la cercanía del Papa, productos frescos como leche y yogures de la Villa Pontificia de Castel Gandolfo, la residencia a orillas del lago Albano donde los predecesores de Francisco solían pasar los veranos.
Además de san Camilo, el otro referente de estas monjas silenciosas de hábito blanco y cruz roja tiene nombre de mujer. Santa Giuseppina Vannini, una religiosa italiana con un alto sentido del sacrificio, segura de sí misma y de su vocación, que fundó la Congregación de las Hijas de San Camilo en 1892. Su figura es un modelo de dedicación absoluta a los enfermos. «Vivió con entrega total su servicio hacia los que les faltaba la salud. En aquella época a finales del siglo XIX, hubo una epidemia de tuberculosis muy peligrosa en Italia. Muchas hermanas, la mayoría de tan solo 25 y 26 años, murieron asistiendo a los enfermos», detalla la hermana Andrighetti. «Es parte de nuestro carisma», concluye.