El miedo es una constante en la historia de la humanidad. Casi podríamos decir que su presencia es consustancial a la del hombre. Puede uno imaginar al Homo neanderthalensis temeroso de que otro de su par le arrebatase un ciervo. «El amor no prospera en los corazones que temen las sombras», escribió Shakespeare. Y, con el límite de las 500 palabras, me propongo demostrarlo. Ahora que el coronavirus ha venido a nuestra apacible vida, nos hemos dado cuenta de que nada nos pertenece. Ha habido otros casos más graves, glaciaciones, volcanes y demás improperios de la naturaleza, que ya nos han demostrado que aquello que creemos poseer no es más que la posesión de otro. De Otro, si me lo permiten.
Sin embargo, el ser humano, que trata de eliminar el sufrimiento de la ecuación de su vida —con esa cosa absurda de creer que el bienestar es sinónimo de la felicidad—, intenta amarrarse a aquello que siente que ha conseguido por sí mismo: una casa, un coche, un perro, incluso una pareja y unos hijos. Piensa el hombre de Teruel y de San Francisco que el Ford que tiene en la puerta es suyo, que la casa en la que ve series de Netflix le pertenece. Lo dice en un contrato, claro, pero la realidad profunda es que nada de eso es suyo. Creemos que poseemos las cosas —y lo que es peor, las personas— porque eso nos da una sensación de control, nos hace sentirnos seguros porque, como pequeños dioses de nuestras pequeñas cosas, hemos construido un minimundo que podemos medir, del que creemos que podemos saber su principio y su fin. Pero entonces llega el coronavirus y nos recuerda la inevitable levedad de todo. Fin de la fiesta. El Carnaval irrumpe como símbolo fatídico de las máscaras con las que hemos disfrazado la desnuda verdad de todo hombre: somos de otro. De Otro, si vuelven a permitírmelo. Y así está bien, porque solo en la entrega al otro, solo aceptando este mundo como una parte del viaje, podremos acoger la esperanza como única seguridad posible. Nos da miedo aquello que no controlamos (que es prácticamente todo) y, por eso, en vez de tornar nuestra libertad, memoria, entendimiento y voluntad a Quien nos los dio, creemos que esos atributos nos pertenecen. No sabemos nada del coronavirus, pero huimos de él. Su presencia en nuestra vida es un estorbo como lo es un pinchazo en la rueda del coche. Vale que un imprevisto puede ser más fatal que el otro, pero la diferencia es de graduación, el síntoma es el mismo: tenemos miedo de perder aquello que creemos nuestro, ya sea un coche, el tiempo o la salud. Nos desespera no ser dueños de nuestro entorno y, en esa ansia por poseerlo todo, perdemos la capacidad de amar, que es dejarse descubrir por otro cuya vida, como la nuestra, también ha sido dada. Por un Otro con mayúscula.