Los más dirán que votar en conciencia supone, en primer término, precisamente eso: votar ¿Y a quién votar? Hay una respuesta inmediata, indiscutible: en conciencia, he de votar a quien, según mi leal saber y entender, va a trabajar del modo más eficaz por el bien común. Éste sería el primer paso –la premisa mayor– en el razonamiento que ha de llevarme a concluir: luego debo votar en favor de tal concreta oferta electoral. El primer paso, tan claro, supone ya una exigencia moral rigurosa: la de no dejarme llevar por lo que me dicte egoístamente mi interés particular en contra del bien común. Pero, sin duda, el gran problema está en determinar qué formación política he de considerar como la más conducente al bien común. Y a este respecto, conviene partir de que ninguna responderá plenamente a mi ideal. Esto suele llevar a optar por el que llaman el mal menor o el bien posible. Pero ese mal menor, ese bien posible, ¿para quién es tal? Por lo general, aunque no nos lo confesemos, el mal menor que buscamos es justamente el menor mal para mis particulares intereses. Y el voto a favor de ese mal menor será a la vez el que se llama voto útil. Por esta vía, se llega a que cada uno vote a los de siempre, a los que, de un modo u otro, puede considerar los suyos…
Salvo que las circunstancias planteen una situación realmente inédita. Los míos me han traicionado en toda regla no ya al incumplir las promesas que me hicieron, sino ya en el momento mismo en que las hacían. No sólo se han incumplido las promesas por imposibles (lo cual no necesariamente lleva a perder la confianza en quien las hizo), sino que se han traicionado, con sistemático y permanente desprecio de los propios votantes, los mínimos de decencia sin los cuales no es posible pacto electoral alguno. A la vez surgen opciones a las que cabría favorecer sin provocar una catástrofe y aun sin perjudicar gravemente mis propios intereses… En todo caso, no podemos desentendernos de exigencias morales que, formuladas negativamente, están bien claras. No podemos dejar que nuestra opción esté exclusivamente determinada por sentimientos de venganza, revancha, odio, desprecio dirigidos, como suele ocurrir en situaciones de despecho, con una intensidad insana, casi patológica, contra aquellos que por más allegados han herido más hondamente mis sentimientos… ¿Entonces he de volver sin más a dar mi apoyo a quienes se han mostrado tan indignos de recibirlo y que, pese a todo, son los que menos van a dañar, según mi criterio, el bien común…? Habrá quienes entiendan que en conciencia han de favorecer a opciones que, sin llevar a la catástrofe, provoquen un revulsivo en la vida pública… Y, por supuesto, el voto en conciencia obliga a considerar si tal o cual opción defiende o no valores fundamentales: la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, la libertad educativa, el derecho de los padres a decidir el tipo de educación que han de recibir sus hijos, la lucha por un sistema económico que integre a todos y no descarte sistemáticamente como sobrantes a millones de personas…, y el cristiano primará, como hace la Iglesia desde hace veinte siglos, junto a la justicia…, ¡la libertad!