25 años del Nobel de don Camilo
Lo digo ya desde el titular, porque, hasta ahora, nadie nos ha contado que este año es el de la efeméride, y no es como para que pase inadvertida. No pienso hacer aquí una semblanza biográfica de Cela, ni un listado de sus obras inmortales. Quiero mostrarle mi austero homenaje de la manera más noble, desde una de sus piezas más bellas, la que tengo entre manos y que, he de reconocer, me fascina.
Judíos, moros y cristianos es el recorrido de un vagabundo, heterónimo o trasunto del mismo autor, por las tierras de la que en su día llamamos Castilla la Vieja, por esos pagos aridísimos que, en el año 1956, eran «pueblos sin ferrocarril, sin más agua que la que Dios manda y la tierra quiere devolver; pueblos sobrios y ahorcados a la fuerza; pueblos místicos y heroicos». Una ruta por sus castros, conventos, aldehuelas, regatos, castillos, puentes, viñedos… Algo cansado de esa literatura de viaje que no es más que prolongación de guías al uso, hacer esta ruta con tamaño Virgilio es empresa muy recomendable.
Yo le tengo cierto apego a los peregrinajes poco trabajados; me refiero al ir sin referencias claras de destino, al perderse o, por mejor decir, al dejarse perder, porque, como dice un amigo sacerdote, es prueba elocuente de ponerse en manos de la Providencia. Y aquí Cela deja caer mucho esto de la guía providente, que a ver qué es lo que le trae Dios con el día, que a ver cómo le amanece… «El vagabundo, ya más confiado, se sentó a la vera del nuevo amigo que Dios le había puesto en su derrota». Y se ve una España muy de cerca, una geografía poblada de ermitas y gentes que tienden a la conversación, algo que, con los años, hemos perdido, en virtud del afán por encerrarnos en nuestros claustros privados, delante del televisor y en silencio.
En las gentes que se topa el Cela vagabundo, hay siempre invocación religiosa e invitaciones a vinos de la tierra: «Alquité es un pueblecillo de pastores, de leñadores y de carboneros, que digieren su hambre en honesta paz y en sabia gracia de Dios». No sé qué tienen los andares de Cela que ponen la realidad más detenida, las cosas bien miradas, aquí todo se torna lento y más definido. Aunque el autor se disfrace de vagabundo, sin más oficio que dejarse hacer por las horas, cualquier itinerario que nos cuenta tiene altura caballeresca, que no es un perro el que camina por Castilla, sino un ser humano, y anda silbando con su dignidad y su incesante reflexión.