Lo esencial: Cristo vive
«El Papa y el obispo tienen que ver con mi vida: son padres en un sentido perfectamente real, esencialmente porque yo tengo necesidad de Cristo, tengo necesidad del cielo», escribe en este artículo monseñor Javier Martínez, arzobispo de Granada
Desde Bielorrusia a Nueva Zelanda, desde Corea a Brasil, siempre que una comunidad católica celebra la Eucaristía, pide por el Papa y por el obispo; por el sucesor de Pedro y por el sucesor de los apóstoles en comunión con él, que es mi pastor inmediato. Y se pide por ellos inmediatamente después de las palabras de la consagración, esas palabras que unen de nuevo el cielo y la tierra. Como se unieron en el seno de María, en Belén, o en la Cruz, cuando el Hijo de Dios y Señor de los mundos se clavó a sí mismo en nuestra tierra herida para llevársela clavada a su cuerpo hasta ese lugar del que sólo están excluidos el mal y la muerte: el cielo, Dios.
Bueno, tras la consagración, lo primero es dar gracias por esa presencia misteriosa de Cristo en medio de nosotros. Y luego, lo primero que pedimos al Padre, escondidos tras la humanidad del Hijo (por Cristo, con Él y en Él), es que el Espíritu Santo «congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Es decir, le pedimos ser su Iglesia -esa comunión que sólo puede ser don de Dios-, y que Él lleve a la Iglesia a «su perfección por la caridad». Ése es el contexto en el que aparecen las otras dos peticiones. Ahora, por nuestro Papa Francisco. Y por nuestro obispo.
Vale la pena recordar que la liturgia desvela siempre la realidad última de las cosas esenciales para la vida, rescatadas y devueltas por Cristo a la libertad y la verdad con que nacieron de las manos de Dios: ser esposo y esposa, ser padre o madre o ser hijo, ser hermanos o amigos (la familia), qué significan y cómo llevar a cabo nuestros intercambios de bienes a la luz de ese admirable intercambio entre Dios y nosotros que se inició en la Encarnación (la economía), qué significa ser ciudadanos en la ciudad de Dios, esa ciudad que es modelo de toda ciudad que no quiera ser sólo una parodia o un esperpento. Todo se halla en esa representación y en esa escuela de la Vida verdadera que es la Eucaristía.
Los rasgos de un padre
Cuando se pide por el Papa y el obispo en la liturgia, pues, no se pide por ellos porque sean personajes importantes a nivel mundano, ni siquiera porque su palabra y sus gestos tengan una autoridad moral especial, o porque tengan la tarea de guiar espiritualmente a una comunidad de muchos millones de personas esparcidas por el mundo entero, y de anunciar a ese mundo la esperanza que es Cristo. Lo que significa esa petición es que Cristo –la gracia y la misericordia de Cristo– se hace contemporáneo mío, de mi vida y de las cosas de mi vida, mediante la sucesión apostólica. El Colegio de los obispos, y su cabeza, el sucesor de Pedro, el Papa, son esenciales para que la Iglesia sea la Iglesia, y no otra cosa. Para que sea el Cuerpo de Cristo, y no una mera construcción humana. Para que yo pueda saber con certeza que mis pecados quedan perdonados cuando un sacerdote –acaso indigno y frágil– me perdona en nombre de Dios; o que mis hijos se incorporan por el Bautismo a la muerte y a la resurrección de Cristo; o que cuando comulgo recibo el Cuerpo de Cristo y, con él, la prenda de la vida eterna.
Eso es lo verdaderamente esencial. No que lo demás no sea importante. Todo lo es. También que el Papa pertenezca al Nuevo Mundo, y que hable español, y todas y cada una de sus cualidades cristianas y humanas. Todos y cada uno de sus rasgos importan, como me importan todos los gestos y rasgos de un padre o de una madre, o de un ser muy querido. Pero por eso importan, porque son los rasgos de un padre. Nuestra relación con él no encaja, sencillamente, en las categorías usuales, políticas. El Papa (y el obispo) tienen que ver con mi vida: son padres en un sentido perfectamente real, esencialmente porque yo tengo necesidad de Cristo, tengo necesidad del cielo. Y la sucesión apostólica, y el Papa como garantía última de ella, son esenciales para que el cielo llegue hasta nosotros, para que llegue hasta mí y hasta todo lo que quiero en este mundo.
La multitud que, tras la fumata blanca, y antes de saber quién era el elegido, lloraba de alegría, o cantaba ¡Viva el Papa!, sabía esto muy bien. Los niños de familias cristianas que, en todo el mundo, ante la televisión o al oír la noticia, rezaban por el nuevo Papa, sabían esto muy bien. A lo mejor no lo expresarían con las mismas palabras, pero lo sabían. No vitoreaban a un triunfador en una competición. No se entusiasmaban como ante un héroe nacional o un ídolo de su equipo favorito. Daban gracias con toda su razón despierta, y explotaban de alegría, porque la elección del nuevo Papa –su mera existencia– proclama que Cristo vive. Y ese hecho significa que hay misericordia y esperanza de vida eterna para cada uno de nosotros, para todos y cada uno de los hombres.