Ni amargura, ni pesimismo
Con el mundo pendiente de sus palabras, el Papa Francisco ha dirigido a los cardenales –«los sacerdotes del Santo Padre»– frases cargadas de afecto y de comunión. Y, con el corazón afectuoso de un padre, les ha animado a todos a «llevar a Jesucristo al hombre», especialmente a los jóvenes, porque es el único que «responde al deseo profundo de la existencia humana»
Estos días dedicados al Cónclave han estado cargados de significado, no sólo para el Colegio cardenalicio, sino también para todos los fieles. En estos días hemos sentido, casi sensiblemente, el afecto y la solidaridad de la Iglesia universal, como también la atención de muchas personas que, aun no compartiendo nuestra fe, miran con respeto y admiración a la Iglesia y a la Santa Sede. Desde todos los rincones de la tierra, ha aumentado de modo ferviente y coral la oración del pueblo cristiano por el nuevo Papa, y cargado de emoción fue mi primer encuentro con la multitud reunida en la Plaza de San Pedro. Con esa sugestiva imagen del pueblo orante y alegre todavía impresa en mi mente, deseo manifestar mi sincero reconocimiento a los obispos, sacerdotes, personas consagradas, jóvenes, familias y ancianos por su cercanía espiritual, tan conmovedora y ferviente.
Siento la necesidad de expresar mi más viva y profunda gratitud a todos vosotros, venerados y queridos hermanos cardenales, por vuestra solícita colaboración en la conducción de la Iglesia durante la Sede Vacante. Envío a cada uno un cordial saludo, empezando por el Decano del Colegio cardenalicio, el cardenal Angelo Sodano, a quien agradezco las muestras de devoción y los fervorosos deseos que me ha dirigido en vuestro nombre. Con él, agradezco al cardenal Tarcisio Bertone, Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, su considerado trabajo en esta delicada fase de transición; y también al queridísimo cardenal Giovanni Battista Re, quien ha hecho de cabeza del Cónclave. ¡Muchas gracias! Mi pensamiento se dirige con particular afecto a los venerados cardenales que, a causa de la edad o de la enfermedad, han asegurado su participación y su amor a la Iglesia a través del ofrecimiento del sufrimiento y de la oración. Y quiero decirles que, anteayer, el cardenal Mejía ha tenido un infarto cardíaco, pero se cree que su salud está estable, y nos ha enviado sus saludos.
No puede faltar mi agradecimiento a quienes, en varias responsabilidades, han trabajado activamente en la preparación y celebración del Cónclave, favoreciendo la seguridad y tranquilidad de los cardenales en este momento tan importante en la vida de la Iglesia.
Dirijo un pensamiento lleno de afecto y gratitud a la vez a mi venerado predecesor, el Papa Benedicto XVI, que durante estos años de pontificado ha enriquecido y fortalecido a la Iglesia con su magisterio, su bondad, su orientación, su fe, su humildad y su gentileza. ¡Seguirán siendo un patrimonio espiritual para todos! El ministerio petrino, vivido con una dedicación total, ha tenido en él un intérprete sabio y humilde, con los ojos siempre fijos en Cristo, Cristo resucitado, presente y vivo en la Eucaristía. Lo acompañarán siempre nuestra oración ferviente, nuestro recuerdo incesante, nuestra eterna gratitud y afecto. Sentimos que Benedicto XVI ha encendido en el fondo de nuestros corazones una llama que continuará ardiendo porque será alimentada por su oración, que sostendrá ahora a la Iglesia en su camino espiritual y misionero.
Queridos hermanos cardenales, este encuentro nuestro es casi una extensión de la intensa comunión eclesial que hemos experimentado en estos días. Animados por un profundo sentido de la responsabilidad y sostenidos por un gran amor a Cristo y a la Iglesia, hemos rezado juntos, compartiendo fraternalmente nuestros sentimientos, nuestras experiencias y reflexiones. En este clima de gran cordialidad, ha crecido el entendimiento mutuo y la apertura recíproca, y esto es bueno, porque somos hermanos. Alguno me ha dicho que los cardenales son los sacerdotes del Santo Padre. Esta comunidad, esta amistad, esta cercanía nos hará bien a todos. Y esta apertura y conocimiento mutuos nos han facilitado la docilidad al Espíritu Santo. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de cada iniciativa y manifestación de fe. Es curioso; esto me hace pensar que es el Paráclito el que hace las diferencias entre las Iglesias, como si fuera un apóstol de Babel; pero, por otra parte, es el que posibilita la unidad de estas diferencias, no en la igualdad, sino en la armonía. Un Padre de la Iglesia lo definía así: Ipse harmonia est. El Espíritu Santo, que da a cada uno de nosotros carismas diferentes, nos une en esta comunidad de la Iglesia, que rinde culto al Padre, al Hijo, y a Él, el Espíritu Santo.
El Año de la fe
Partiendo del auténtico afecto colegial que une al Colegio de cardenales, expreso mi deseo de servir al Evangelio con renovado amor, ayudando a la Iglesia a ser más y más, en Cristo y con Cristo, la vid fecunda de Dios. Estimulados también por la celebración del Año de la fe, todos juntos, pastores y fieles, nos esforzaremos por responder fielmente a la misión de siempre: llevar a Jesucristo al hombre, y conducir al hombre al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo de cada uno de nosotros. Este encuentro realiza hombres nuevos en el misterio de la gracia, suscitando en el alma la alegría cristiana, que es el ciento por uno que Cristo da a los que le acogen en sus vidas.
Como nos ha recordado tantas veces en sus enseñanzas –y, por último, con su gesto valiente y humilde– el Papa Benedicto XVI, es Cristo quien guía a la Iglesia por medio de su Espíritu. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia con su fuerza unificadora y vivificante: de muchos, hace un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo. No cedamos nunca al pesimismo, a la amargura que el diablo nos propone cada día; no cedamos al pesimismo ni al desaliento. Tenemos la firme certeza de que el Espíritu Santo da a la Iglesia, con su hálito potente, el valor para perseverar y también para buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde al deseo profundo de la existencia humana, anunciando de forma convincente que Cristo es el único Salvador de toda la persona, y de todos los seres humanos. Este anuncio es tan válido hoy como lo fue al principio del cristianismo, cuando tuvo lugar la primera gran expansión misionera del Evangelio.
Como el buen vino
¡Ánimo, hermanos! Probablemente la mitad de nosotros está en edad avanzada. Y la vejez, me gusta decirlo así, es la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría que les da el haber caminado mucho en la vida, como los ancianos Simeón y Ana en el Templo, cuya sabiduría les hizo reconocer a Jesús. Llevemos esta sabiduría a los jóvenes: como el buen vino, que con los años se vuelve todavía mejor, demos a los jóvenes la sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que un poeta alemán decía sobre la vejez: Es ist ruhig, das Alter, und fromm; es el tiempo de la tranquilidad y de la oración. Y también de donar a los jóvenes esta sabiduría.
Ahora volveréis a vuestras sedes para continuar con vuestro ministerio, enriquecidos por la experiencia de estos días, tan cargados de fe y de comunión eclesial. Esta experiencia, única e incomparable, nos ha permitido comprender en profundidad toda la belleza de la realidad de la Iglesia, que es un reflejo del esplendor de Cristo resucitado. ¡Un día miráremos el hermoso rostro de Cristo resucitado!
A la potente intercesión de María, nuestra Madre, Madre de la Iglesia, confío mi ministerio y el vuestro. Bajo su mirada materna, cada uno de nosotros puede caminar alegre y dócil a la voz de su Hijo divino, reforzando la unidad, perseverando en la oración y testimoniando la fe genuina en la continua presencia del Señor. Con estos sentimientos -¡son verdaderos!- os imparto de corazón la Bendición apostólica, que extiendo a vuestros colaboradores y al pueblo confiado a vuestro cuidado pastoral.