Buena parte del debate político y mediático se ha centrado estos días en el denominado pin parental, que obliga a los centros educativos murcianos a informar a los padres de cualquier charla que impartan para que estos autoricen o no la asistencia de sus hijos. Más allá de las reacciones desmedidas, se ha vuelto a poner sobre la mesa la discusión sobre el rol que el Estado y las familias deben ocupar en la educación de los niños.
Después de anunciar que el Gobierno recurrirá la medida, la ministra de Educación señaló que «los hijos no pertenecen a los padres». Lo preocupante no es la afirmación en sí, puesto que es evidente que un hijo es «un don» —en palabras del Papa— y no una propiedad, sino la idea que deja entrever: que la Administración está por encima del padre o la madre en materia educativa.
Es cierto que en los colegios hay que enseñar respeto y valores cívicos, pero la imposición de determinados contenidos ideológicos o el cuestionamiento del derecho de los padres a elegir centro —como hizo la propia Celaá hace unos meses— solo denotan un empeño por controlar la educación. Flaco favor hacen a la sociedad quienes quieren convertir la escuela en una apisonadora.