Naturalidad y paciencia
El 28 de febrero se cumple un año desde que se hizo efectiva la renuncia de Benedicto XVI. Dos semanas más tarde, el Papa Francisco «salió al balcón central de San Pedro del modo más sencillo» y natural. «Y luego ha seguido dirigiendo a la Iglesia también del modo más sencillo». Escribe don Alberto de la Hera, ex Director General de Asuntos Religiosos
Se ha cumplido un año desde que Benedicto XVI presentara su renuncia; se va a cumplir un año desde que fue elegido Francisco. No es un hecho único en la historia de la Iglesia, otros Papas han renunciado y otros han sido elegidos viviendo su antecesor. Pero el hecho ocurrió por última vez en el siglo XV y por penúltima en el XIV, y es lógico que se hubiese perdido la memoria de ello, sorprendiéndonos a todos algo que ha sido considerado un hecho insólito e imprevisto.
Imprevisto no lo fue, porque Benedicto XVI ya había apuntado esa posibilidad y ese propósito, lo suficiente para que quienes siguen con atención los temas de la Santa Sede pudieran sospechar que un día u otro sucedería. Y tampoco insólito; si se piensa bien, resulta bastante lógico. Hay una pura razón biológica: desde hace no mucho tiempo, nuestras perspectivas de vida se han alargado mucho; los modernos avances de la ciencia han prolongado nuestros años, y el número de personas que alcanzan altas cotas de ancianidad se multiplica cada día. Lo cual hace normal que, en adelante, los Papas –como todo el mundo– lleguen a alcanzar una edad muy avanzada. Esto bastaría para convertir en normal que puedan renunciar, ya que el ejercicio de su misión requiere unas fuerzas mentales y físicas que no se le pueden pedir a un anciano. Y hay más: la vida de hoy se ha convertido en una vorágine para las personas que se ven obligadas a comparecer constantemente ante los medios de comunicación y ante las multitudes, a largos y agotadores viajes, a recibir constantemente visitas de todo tipo, a afrontar problemas que llegan desde todo el planeta a la mesa de trabajo superponiéndose minuto a minuto. Esto no es fácil de sobrellevar cuando una vejez avanzada disminuye la fortaleza y reduce mucho la capacidad de trabajo. Cada vez será más habitual que los Papas renuncien al pontificado una vez que en la presencia de Dios se consideren desprovistos de las fuerzas necesarias.
Envuelto en un discreto silencio
Y de que el Papa que se retira oriente de diversas posibles formas su nueva vida, modelos hay. En 1415, Gregorio XII volvió a participar como cardenal en la vida de la Iglesia de su tiempo. En 1294, san Celestino V se retiró como monje a un convento. Bajo las persecuciones romanas, diversos Papas que fueron perseguidos, encarcelados o desterrados –y que por ello renunciaron al Papado que no podían ejercer– hubieron de llevar una vida de víctimas que en muchos casos les elevó al martirio. Nada es del todo nuevo bajo el sol. Benedicto XVI se mantiene retirado, y reparte su tiempo entre la oración, la música, la lectura, envuelto en un discreto silencio, como hacen tantas personas de su edad que viven una vida semejante a la suya. Sus relaciones con su sucesor son estrechas y cordiales, y ya se ha visto que para nada interfieren en el ejercicio de la misión de Francisco. Y otros futuros Papas en iguales circunstancias conducirán de diferentes modos sus vidas; nada que no resulte normal en el mundo de hoy.
Por su parte, el Papa Francisco accedió al pontificado con la mayor naturalidad del mundo. No consideró que las circunstancias de su elección tuviesen un significado especial. Se le designó Papa en muy pocas votaciones, lo que prueba la eficacia del sistema electoral, el contacto constante entre los cardenales de todo el mundo, el común conocimiento y el idéntico sentido de las necesidades de la Iglesia que todos ellos poseen. Nada hizo el Colegio cardenalicio que significase una situación excepcional o condicionase de algún modo la elección. Y el nuevo Pontífice salió al balcón central de San Pedro del modo más sencillo, pronunció las palabras más sencillas, encandiló a todo el mundo con la más sencilla humildad y el más directo modo de presentarse, de ofrecerse a la Iglesia y de pedir la ayuda de los fieles para la misión que el Espíritu acababa de confiarle. Y luego ha seguido dirigiendo a la Iglesia también del modo más sencillo. Se manifiesta cada día a las miradas de todos los hombres, habla y enseña y se le entiende siempre, y se toma su tiempo. De lo que él tenga tiempo, lo hará; para lo que no le dé tiempo, otro Papa vendrá. Lo sabe y no se impacienta.
Se impacientan, ellos sí, los que vienen gritando que la Iglesia está podrida y la Santa Sede corrompida, y esperaban de Francisco que cogiera una escoba y empezara a barrer con estruendo y polvareda. Así se lograría lo que ellos pretenden: no que la Iglesia quede limpia, sino que se demuestre que está sucia. Pero el Papa no va a caer en esa trampa. Él no ha venido a satisfacer la inquina de los enemigos de Dios. Ya lo ha dicho varias veces: que todo lo que deba limpiarse se limpiará, no a golpes improvisados, sino tras estudios y análisis seguros; y ha empezado a hacerlo con calma y con prudencia. Si hay enfermedades, el diagnóstico y el remedio han de hacerse buscando el bien de la institución y la recuperación de los enfermos. Los que gritan otra cosa no aspiran al bien de la Iglesia, sino a destruirla. Y a eso no va a jugar el Papa, ni queremos que juegue a eso los que sabemos, desde los tiempos de Pedro, que los hombres somos débiles y poderosa en cambio la gracia de Dios.