Un año de fuego
Latinoamérica «está en llamas. Lo que está sucediendo en Chile me asusta». En el largo vuelo de regreso de su viaje a Tailandia y Japón, el 26 de noviembre, Francisco aludió a la oleada de movimientos sociales que ha sacudido al continente en los últimos meses. La comparaba incluso con lo ocurrido entre los años 1974 y 1980, aunque reconocía que, el análisis de un fenómeno con tantos matices según los países, se le escapaba.
Los conflictos sociales, con todo, no se circunscriben al ámbito hispanoamericano. En el mismo vuelo se habló de Hong Kong, donde las manifestaciones en contra del Gobierno central chino han alcanzado nueva fuerza y repercusión social, que se ha traducido en las urnas. Pero —añadía el Santo Padre— «piensa en Francia, la Francia democrática: un año de chalecos amarillos. Pensad en algunos países europeos. Problemas como ese también están presentes en España».
No mencionó el Papa en esa ocasión, pero sí unos días después, la situación en Irak. La violencia desencadenada desde octubre para reprimir las manifestaciones contra la corrupción y el mismo sistema político ya se ha saldado con casi medio millar de muertos y 20.000 heridos. Hasta tal punto que la Iglesia caldea, nada cobarde a la hora de celebrar la fe en las grandes fiestas aun bajo la amenaza de atentados yihadistas, ha cancelado las Misas del Gallo en la capital. La misma Iglesia, por otro lado, ha celebrado que —al igual que en el Líbano— este movimiento democrático ha unido a ciudadanos de distintas creencias, que reclaman como iguales una nueva forma de hacer política.
Pero, si 2019 ha sido un año de fuego, no ha sido solo por las barricadas ardiendo o por los disparos en las calles de tantos países. Tampoco por que una de las imágenes del año haya sido el incendio de la catedral de Notre Dame, accidental pero de gran impacto simbólico. Meses después, sonó la voz de alarma en la Amazonía, donde solo en agosto y en Brasil ardieron 1.698 kilómetros cuadrados. Casi todos los países que recorre este bosque tropical han sufrido un pico de incendios, alimentados por la actitud permisiva de gobiernos como el brasileño o el boliviano con la deforestación promovida por la agroindustria.
«El Amazonas es nuestro», afirmaba el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro. Actitud a la que respondía el Papa, en una entrevista a La Stampa en agosto: «Estoy preocupado porque se escuchan discursos que se parecen a los de Hitler en 1934. “Primero nosotros. Nosotros… nosotros”; son pensamientos que dan miedo. El soberanismo es cerrazón. Un país debe ser soberano, pero no cerrado. Hay que defender la soberanía, pero también hay que proteger y promover las relaciones con los demás. El soberanismo es una exageración que siempre acaba mal: lleva a las guerras». Por eso, mientras regresaba de Japón, ante la convulsa situación en tantos países, pedía «ver las cosas con perspectiva», analizar cada fenómeno en profundidad, «y llamar al diálogo, a la paz, para que los problemas se puedan resolver».
Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia, Haití… las revueltas ciudadanas han recorrido Latinoamérica. Manifestaciones pacíficas se han mezclado con saqueos, enfrentamientos violentos y, en algún caso, ataques contra iglesias. La oleada muestra algunas de las heridas del continente, como la desigualdad económica y social, y se suma a la sangrante y enquistada situación de Venezuela (casi cinco millones de personas han huido del país) y Nicaragua. Los procesos de convocatoria de elecciones (Bolivia) o incluso reforma constitucional (Chile) dejan abierto el panorama para 2020.
Durante unas horas de la tarde del lunes 15 de abril, buena parte de Occidente contuvo la respiración: la catedral de Notre Dame de París era devorada por las llamas y corría el riesgo de derrumbarse. Todos los mensajes de apoyo subrayaban su valor histórico y artístico. Pero las oraciones y cantos espontáneos de cientos de franceses en las calles y el alivio al saber que se habían salvado sus tesoros desvelaban algo que el arzobispo de París no se ha cansado de recordar: ese impresionante monumento se levantó para albergar un Misterio que, con mucho, lo supera.
La Administración del presidente Trump presume de haber reducido de forma drástica la entrada de inmigrantes. El problema simplemente se ha trasladado con la política Permanecer en México, que ha obligado hasta a 70.000 personas a esperar en el vecino del sur su turno para solicitar asilo. Al tiempo, se han promovido acuerdos con países centroamericanos (bajo la falacia de que son seguros) para facilitar las deportaciones. Este drama, ilustrado por el ahogamiento en el río Bravo de Óscar y su hija Valeria, no es exclusivo de Estados Unidos: Europa sabe mucho de externalizar las políticas migratorias.
La holgada victoria de Boris Johnson en las elecciones del 12 de diciembre en el Reino Unido allana el camino para la salida del país de la Unión Europea. Durante todo 2019 el enquistamiento de las posturas ha hecho que en varios momentos la posibilidad de un brexit sin acuerdo fuera demasiado real. Que el proceso vaya a acelerarse satisfará las demandas de los votantes británicos. Pero seguirán quedando pendientes los problemas de fondo: la profunda polarización social, las consecuencias para toda la sociedad de la nueva situación, y el ambiente de xenofobia que lo ha alimentado.
La protección del medio ambiente despide el año con el fracaso de la Cumbre del Clima de Madrid, donde la falta de compromisos firmes se intentó disimular con el compromiso de ser más ambiciosos… más adelante. En el otro platillo de la balanza, este año ha visto el surgimiento de una mayor conciencia social, protagonizada sobre todo por jóvenes, a la espera de concretarse en cambios reales de vida. Desgraciadamente, mientras tanto, los bosques que son pulmones del mundo siguen siendo deforestados y los activistas y líderes indígenas que los defienden sufren cada vez más represalias.
El único delito de los 300 cristianos fallecidos y los 500 heridos en los atentados en Sri Lanka el 21 de abril fue celebrar la Pascua. Ha sido el mayor ataque por motivación religiosa en el año en que, por primera vez, se ha celebrado el Día Internacional de las Víctimas de la Persecución Religiosa, el 22 de agosto. Pero no ha sido el único: el año empezó con más de 20 cristianos muertos en Filipinas en enero, a los que siguió una cincuentena de musulmanes asesinados en Nueva Zelanda. Mientras, la persecución religiosa contra los cristianos se recrudece en la India, en Burkina Faso y en Eritrea.
Un fallido proyecto de ley para extraditar a delincuentes a la China continental resucitó en Hong Kong la Revolución de los paraguas de 2014 en defensa de los ámbitos de libertad de los que goza este territorio autónomo. La victoria de los demócratas en las elecciones locales ha mostrado la incidencia real del descontento y ha confirmado que se trata del principal desafío al que se enfrenta el régimen comunista. Otro frente abierto para Pekín son las filtraciones de periodistas que revelan con crudos detalles la vigilancia y persecución a la que se somete a la minoría musulmana uigur en la provincia de Xinjian.
A pesar de los signos positivos de las últimas semanas, no parece próximo un final para la guerra civil de Yemen, que en cinco años se ha saldado con 100.000 fallecidos y millones de personas al borde de la hambruna. Un enfrentamiento alimentado por el juego de poder entre Arabia Saudí e Irán por el control de Oriente Medio. El de Yemen sigue siendo, además, un símbolo de las decenas de conflictos olvidados que atraviesan el planeta, con especial énfasis en África (República Democrática del Congo, República Centroafricana, Sudán del Sur…).