La Iglesia inmatriculó casi 35.000 bienes entre 1998 y 2015
De todos ellos, 18.535 se refieren a templos o dependencias complementarias a estos y el resto, 15.171, a fincas con otros destinos, según datos aportados por el Colegio de Registradores y obtenidos por Maldita.es gracias a la Ley de Transparencia
Ya se conoce el número de bienes que la Iglesia inmatriculó entre 1998 y 2015: un total de 34.984. Dato que el Gobierno prometió sacar a la luz a raíz de una pregunta parlamentaria, pero que se ha conocido a través de una petición de información pública formulada por Maldita.es. Aunque el Gobierno no ha entregado a este medio sin ánimo de lucro –como ha resuelto el Consejo de Transparencia tras la solicitud– el listado completo de bienes inmatriculado, sí ha podido conocer la cifra total gracias a las comunicaciones entre el Colegio de Registradores –encargado de hacer el informe– y el Ministerio de Justicia.
En esa comunicación detalla, además, que del total de fincas inmatriculadas 18.535 se refieren a templos de la Iglesia o dependencias complementarias de los mismos y otros 15.171 a fincas con otros destinos». También recoge solo 4.075 se registró aportando algún título adicional a la certificación eclesiástica; el resto se inmatriculó con el certificado de dominio expedido por el obispo.
Entender las inmatriculaciones
Para entender la enésima polémica sobre las inmatriculaciones hay que remontarse a 1861, cuando se pone en marcha el Registro de la Propiedad. Dos años después, para añadir el mayor número de bienes posibles, el Gobierno aprueba un real decreto que permitía tanto a la Iglesia como al propio Estado inscribir (inmatricular) patrimonio histórico sobre los que no se tenía ningún título pero que había sido poseído pacíficamente a lo largo de los siglos. Con una salvedad: no se permitía inscribir los templos porque, según explicaba hace un año en este semanario Luis Javier Arrieta, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra y experto en derechos de propiedad, «era obvio que las catedrales y los templos de entonces pertenecían a la Iglesia». Esa legislación se completaría con la aprobación de la Ley Hipotecaria de 1946. Y esa es la razón por la que, en 1998, el Gobierno de José María Aznar abre la puerta a que la Iglesia –a través del artículo 206 de la Ley Hipotecaria– pueda inscribir todos esos inmuebles que antes no podía vía certificado de dominio que expedirá el obispo del lugar.
Hay grupos políticos e incluso expertos que consideran que ese artículo ya derogado era inconstitucional, pues suponía un privilegio para la Iglesia católica. Arrieta afirmaba, por contra, que era constitucional porque no se vulneraba el principio de igualdad entre las confesiones religiosas ni tampoco el principio de aconfesionalidad del Estado. En su opinión, es una «norma especial que encuentra su explicación en la historia» y que afecta a bienes muy antiguos, de cuando todavía no existía el Registro de la Propiedad, y cuya posesión queda atestiguada por siglos. Y, por tanto, no se puede analizar con la lógica de este año o de los últimos 15. Con esta argumentación, continuaba, tiene sentido que la norma de 1998 tuviese una duración finita y, por tanto, fuese derogada en 2015 por el Gobierno de Rajoy.
Entonces, si esta norma está pensada para que la Iglesia pudiese inmatricular aquellos templos sobre los que pesaba una prohibición, ¿por qué la aprovecha para hacer lo propio con otros bienes inmuebles? Esta pregunta la respondía de nuevo Luis Javier Arrieta: «Hasta hace no mucho, la sensación es que existía una cierta falta de profesionalidad en la Iglesia sobre estas cuestiones. Y cuando se ha tenido, entonces han aprovechado para inmatricular lo que no había podido y lo que, pudiendo, no habían hecho». Así, señala que no se habían realizado muchas inmatriculaciones antes de 1998, cuando la Iglesia se da cuenta de que tiene una herramienta legal para inscribir aquello que es suyo.
Arrieta reconocía errores, aunque aventuraba que estos no superan el 2 %, que, además, tienen que ver con «una finca, un campo o una huerta que está en mitad de ninguna parte y que, encima, no vale nada». «Puede haber algún error, pero la parte no vicia la norma general», apostilla.