La insistencia en la oración
XXIX Domingo del tiempo ordinario
Cada vez que leemos un pasaje del Evangelio, la narración tiende a centrarse directamente en la enseñanza o en los hechos concretos de la vida del Señor. Con frecuencia, al final de texto se saca una consecuencia, no pocas veces explicitada en una frase clara y concisa, que, a modo de conclusión, cierra el relato. El pasaje que ocupa nuestra atención altera este orden. No se espera al desenlace para sacar una consecuencia, sino que Lucas quiere fijar desde el principio el objetivo de la parábola del Señor: «Enseñarles que es necesario orar siempre». Además, el texto no se cierra con una sentencia llamativa, sino con una pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». A juzgar por estos detalles, la necesidad de la oración ocupa un puesto central en la doctrina del Señor; y san Lucas lo incorpora en sus narraciones hasta tal punto que es el evangelista que más veces presenta a Jesús en oración o en un diálogo con sus discípulos donde la necesidad de rezar figura entre las características imprescindibles del seguimiento a su persona.
El contraste entre la viuda y el juez
En continuidad con la nitidez con la que se expresa el Señor en sus enseñanzas, Jesús escoge dos actores para su parábola sobre la necesidad de la oración insistente. Por una parte, un juez que «ni temía a Dios ni le importaban los hombres». Se desprende, según señala la parábola más abajo, que no actuaba ordinariamente con justicia en sus sentencias. Por otra parte, encontramos a una viuda. No se detalla la situación de la viuda, porque era evidente. La Sagrada Escritura se detiene de modo particular en dos tipos de personas, el huérfano y la viuda, para ponerlos como ejemplo de personas sin medios y, sobre todo, indefensas. Al haber perdido al padre de familia, que los protegía jurídica y económicamente, vivían en el abandono más absoluto. Como vemos, pues, el Señor elige para su narración a dos personajes extremos. Escoge el caso del juez más corrupto que pueda existir, frente a la persona más desamparada sobre la faz de la tierra. A partir de aquí, el razonamiento es sencillo: si hasta el juez sin escrúpulos oye a quien nada importa en la sociedad, cuánto más Dios nos atenderá a nosotros, que somos sus hijos. Así pues, quienes escuchan a Jesús son animados a vivir con plena confianza en el Señor.
Contar con Dios para nuestra salvación
Puesto que la proclamación evangélica se centra en la relevancia de la oración para el cristiano, tanto la primera lectura como el salmo responsorial refuerzan temáticamente esta insistencia. La primera lectura presenta a Moisés como modelo de oración de intercesión, levantando las manos y anticipando con ese gesto orante tanto la intercesión sacerdotal de Jesucristo con las manos en alto en la cruz, como la plegaria incesante de la Iglesia a lo largo de los siglos. En aras de remarcar la necesidad de contar con la ayuda de Dios para la salvación del pueblo, se subraya un gesto que según se lee puede resultar hasta mágico, puesto que incluso a Moisés le sostenían los brazos, ya que si sus manos bajaban, la protección de Dios desaparecía. Por exagerado que parezca este relato, a menudo, nuestra sociedad vive en el extremo contrario, sin parecernos esto pintoresco: vivir como si todo dependiera de nuestras propias capacidades y logros meramente humanos. En definitiva, vivir sin Dios; no pensar que «nuestro auxilio es el nombre del Señor», como canta el salmo responsorial. El Evangelio nos asegura, por el contrario, que nuestra oración siempre será eficaz, a pesar de que la acción de Dios no es inmediata. El Señor no actúa de modo automático, como el que distribuye cosas, sino que nos invita siempre a reforzar la relación personal con Él. Solo así la oración nacerá de una verdadera fe, sin el riesgo de considerar a Dios como alguien de quien me puedo servir de manera utilitaria, pero del que prescindo cuando pienso que puedo obtener todo sin su asistencia.
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios, ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».