Para salir de la confusión, manifiesto de CL ante las próximas elecciones
En un tiempo de «incertidumbre política», el movimiento Comunión y Liberación ha hecho público el manifiesto Para salir de la confusión, en el que pide a los cristianos a desempeñar un papel más activo y consciente en la vida pública ante las próximas elecciones en España. Hoy «nos encontramos en un momento de transición». Para los católicos, es tiempo «para darnos a conocer, dialogar y proponer»
España atraviesa un momento político confuso. Vemos «signos evidentes de recuperación económica que nos permiten mirar con mayor confianza el futuro, pero a la vez asistimos a una crisis de credibilidad política sin precedentes en nuestra historia reciente». Por otro lado, «los numerosos casos de corrupción han creado un clima general de desafección hacia la política y de desconfianza en las instituciones» y «la vida pública se ha vuelto árida y antipática porque todo parece dominado por la dialéctica entre los partidos». «En demasiadas ocasiones el adversario político se concibe como un enemigo», por lo que «se echa de menos la alta política, dominada por la tensión ideal y por el servicio al bien común». Este descontento «ha impulsado el nacimiento de nuevas siglas que suscitan esperanzas a la vez que dudas e inquietudes».
El manifiesto de Comunión y Liberación resalta que «la crisis económica, institucional y social tiene también un componente antropológico». «Detrás de la actual crisis, han recordado recientemente los obispos españoles, lo que se esconde es una visión reduccionista del ser humano que lo considera como simple “homo oeconomicus”, capaz de producir y consumir (Instrucción Pastoral Iglesia, servidora de los pobres). En efecto, hace tiempo que en nuestro país se han marginado las cuestiones que atañen al significado de nuestra existencia, decisivas para afrontar los aspectos más importantes de la vida, como el afecto, el trabajo, la educación, la enfermedad o la muerte. Y se han acallado las propuestas de sentido que salen al encuentro de estas cuestiones».
A grandes problemas, grandes remedios. Para los cristianos, «este periodo electoral puede ser una buena ocasión para sorprender en acción nuestro punto de partida a la hora de leer la situación de nuestra sociedad y de proponer soluciones». «De este modo será más fácil salir de la confusión, evitar una mirada reducida sobre la política y asumir nuestras responsabilidades».
Para esto hace falta un cambio de actitud. «Demasiado a menudo reducimos nuestro papel a ejercitar el derecho al voto cuando somos convocados a las urnas», convirtiéndonos «en meros espectadores de la vida política. A merced de la lógica del poder».
Ante los próximos comicios, CL subraya que «el voto es una responsabilidad que cada uno debe asumir en primera persona», y con responsabilidad, desde «una educación madura en la fe» que permite «identificar los factores en juego, para entrar en contacto y conocer a las diferentes formaciones y candidatos que concurren en estas elecciones». Es tiempo «para darnos a conocer, dialogar y proponer. Abdicar de nuestra responsabilidad supone contribuir a esa degeneración de la democracia que es la partitocracia y que tanto criticamos».
Hoy «nos encontramos en un momento de transición», afirma el manifiesto. Como cada generación, también ésta «debe volver a decidir sobre qué bases construir la convivencia, aunque solo sea para confirmar las anteriores».
«Nuestro país necesita políticos y gobernantes que permitan que la sociedad sea un lugar de comunicación real y libre de experiencias», concluye el documento. «Tarea nuestra es poner a disposición nuestra visión y nuestro modo de vivir, más allá de los estereotipos ideológicos. Nuestra democracia ganará mucho si se convierte en un lugar de encuentro entre diferentes propuestas de significado, por dispares y múltiples que sean. Un espacio de libertad donde poder narrarse, delante de todos. Un lugar donde la apertura religiosa (en sus diferentes expresiones) sea mirada con simpatía y se convierta en factor real de construcción y no en un asunto personal arrinconado vergonzosamente. La tarea es apasionante. Pongámonos en juego ya con esta convocatoria electoral».
Las convocatorias electorales que tenemos por delante nos presentan, por primera vez en muchos años, un panorama confuso, con muchas expectativas, pero también con muchos interrogantes. Tenemos signos evidentes de recuperación económica que nos permiten mirar con mayor confianza el futuro, pero a la vez asistimos a una crisis de credibilidad política sin precedentes en nuestra historia reciente. Los numerosos casos de corrupción han creado un clima general de desafección hacia la política y de desconfianza en las instituciones, muy especialmente en los partidos. Las formaciones políticas han perdido en gran parte el contacto con la sociedad y predomina en ellas un electoralismo de corto plazo. La vida pública se ha vuelto árida y antipática porque todo parece dominado por la dialéctica entre los partidos. En demasiadas ocasiones el adversario político se concibe como un enemigo. Es difícil encontrar espacios de diálogo. Se echa de menos la alta política dominada por la tensión ideal y por el servicio al bien común.
Por otro lado, y aunque resulte paradójico, el descontento ha impulsado el nacimiento de nuevas siglas que suscitan esperanzas a la vez que dudas e inquietudes. Ante una vida institucional muy erosionada existe un deseo de cambio que se entremezcla con un vago temor a que ese cambio se lleve por delante lo construido. ¿Hacia dónde moverse? Más confusión.
Pero la crisis económica, institucional y social tiene también un componente antropológico. Un análisis de nuestra situación centrado únicamente en el factor de la economía tiene algo de miope. «Detrás de la actual crisis», han recordado recientemente los obispos españoles, «lo que se esconde es una visión reduccionista del ser humano que lo considera como simple homo economicus, capaz de producir y consumir (…). El hombre necesita mucho más que satisfacer sus necesidades primarias» (Instrucción Pastoral Iglesia, servidora de los pobres, 23). En efecto, hace tiempo que en nuestro país se han marginado las cuestiones que atañen al significado de nuestra existencia, decisivas para afrontar los aspectos más importantes de la vida, como el afecto, el trabajo, la educación, la enfermedad o la muerte. Y se han acallado las propuestas de sentido que salen al encuentro de estas cuestiones.
Renunciando a estas cuestiones fundamentales, que constituyen nuestro rostro humano, nos quedamos sin capacidad de juicio. Es normal, entonces, que crezca la confusión y que acabemos cediendo nuestra iniciativa al poder, de quien esperaremos la solución de nuestros problemas.
Crisis económica, social, institucional, antropológica… y un panorama electoral confuso. ¿De dónde se parte para vencer la confusión? ¿Basta un análisis, el enésimo, tal vez más agudo que el de las tertulias al uso? ¿Hay algo en nuestra experiencia que esté ya claro y pueda venir en nuestra ayuda? Dicho de un modo más radical, nuestra experiencia cristiana, ¿es un factor que arroja luz en esta situación? ¿En qué sentido el acontecimiento cristiano nos despierta, aclara los factores constitutivos de nuestro yo y nos permite salir de la confusión?
Este periodo electoral puede ser una buena ocasión para sorprender en acción nuestro punto de partida a la hora de leer la situación de nuestra sociedad y de proponer soluciones. De hecho, los factores que componen nuestra persona no se captan en abstracto sino cuando el sujeto entra en acción. Al mismo tiempo, estamos ante una ocasión privilegiada para verificar la utilidad de la fe, descubriendo los diferentes niveles de incidencia política de la comunidad cristiana.
De este modo será más fácil salir de la confusión, evitar una mirada reducida sobre la política y asumir nuestras responsabilidades. Demasiado a menudo reducimos nuestro papel a ejercitar el derecho al voto cuando somos convocados a las urnas. Y concebimos este voto como un traspaso de responsabilidades a otros, que deben hacer lo que nosotros pensamos que se debería hacer. Y así nos convertimos en meros espectadores de la vida política. A merced de la lógica del poder.
Don Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, describía así, en 1976, los citados niveles de incidencia de una comunidad cristiana:
1. «El primer nivel de incidencia política es la misma existencia de la comunidad cristiana». En cuanto espacio real de libertad, la comunidad cristiana es «garante y promotora de democracia sustancial (…). La experiencia cristiana se convierte así en uno de los protagonistas de la vida civil, en constante diálogo con las demás fuerzas y presencias que la componen».
La comunidad cristiana está marcada por una experiencia real de afirmación del otro como un bien, por un abrazo a todas las necesidades de la persona, pues nace y vive del abrazo con el que Cristo ha afirmado a todo el que encontraba en su camino. Un espacio así se convierte, de hecho, en un lugar de reconciliación, en un espacio de libertad que contribuye a una convivencia más humana.
2. «Una comunidad cristiana auténtica vive en constante relación con el resto de los hombres, cuyas necesidades y problemas comparte totalmente». De aquí surge el segundo nivel de incidencia política: «Por la profunda experiencia fraternal que se desarrolla en ella, la comunidad cristiana tiende necesariamente a tener sus propias ideas y su propio método para afrontar los problemas comunes, tanto teóricos como prácticos, que puede ofrecer como específica colaboración al resto de la sociedad en la que vive».
Los cristianos estamos llamados a vivir la fe como una inteligencia nueva de la realidad, capaz de expresarse en obras y relaciones que representen una aportación real al bienestar de nuestro país. Imitando la caridad con la que Cristo se preocupó por saciar a la multitud hambrienta, los cristianos no podemos vivir indiferentes a las necesidades de nuestros hermanos, del tipo que sean. La fe se verifica cuando acepta la fatiga de afrontar de forma concreta situaciones complejas para poner en pie soluciones más humanas y más convenientes para todos.
3. Se llega así al tercer nivel de incidencia, el de la «militancia política»: cuando se llega a este nivel «ya no es la comunidad en cuanto tal quien se compromete sino las personas, quienes, bajo su propia responsabilidad, aunque formadas en la vida concreta de la comunidad misma, se comprometen a buscar instrumentos adicionales de incidencia política, tanto teóricos como prácticos».
Es natural, y deseable en la actual coyuntura de nuestra sociedad, que de una comunidad cristiana viva surjan vocaciones de servicio a la vida pública también a través de las opciones de partido. Nos lo acaba de recordar el Papa Francisco: «la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común, imaginando los caminos más eficaces para alcanzarlo (…). Hacer política es importante: la pequeña política y la gran política» (30 de abril de 2015). Don Giussani une la simpatía de la comunidad cristiana hacia esta decisión personal con la «irrevocable distancia crítica» que dicha comunidad guarda respecto a los que la toman, para evitar que «la experiencia eclesial termine por ser instrumentalizada». (L. Giussani, El Movimiento de Comunión y Liberación. Una entrevista en dos tiempos realizada por Robi Ronza, Encuentro, Madrid 2010, pp. 121-124).
Somos llamados a las urnas para escoger a nuestros representantes. El voto es una responsabilidad que cada uno debe asumir en primera persona. De hecho, una educación madura en la fe nos proporciona todos los elementos para ejercer dicha responsabilidad personalmente. Pero la responsabilidad personal no es sinónimo de una concepción solitaria de nosotros mismos. Estamos ante una buena ocasión para usar juntos la razón: para identificar los factores en juego, para entrar en contacto y conocer a las diferentes formaciones y candidatos que concurren en estas elecciones. Y para darnos a conocer, dialogar y proponer. Abdicar de nuestra responsabilidad supone contribuir a esa degeneración de la democracia que es la partitocracia y que tanto criticamos: los políticos no sienten la necesidad de responder a unos electores que son pasivos. Nos encontramos en un momento de transición. De hecho, cada generación debe volver a decidir sobre qué bases construir la convivencia, aunque solo sea para confirmar las anteriores.
Comprender nuestro papel en la construcción de la sociedad nos da una inteligencia nueva sobre los criterios de voto y nos hace más libres de los resultados. Será justo exigir a nuestros representantes políticos que no limiten la libertad de la comunidad cristiana, y muy especialmente, que no limiten su libertad de educar, un derecho que nuestra Constitución reconoce y que es un factor decisivo para afrontar la crisis existencial (de relación con nosotros mismos y con la realidad) que subyace a nuestra crisis social e institucional.
Nuestros representantes deberán, además, impulsar el bien común y favorecer a aquellos que lo generan. Esto implica que se dé protagonismo real en la construcción de la vida pública a los diferentes sujetos sociales que colaboran al bien común, siguiendo el principio de subsidiariedad que, como nos recuerdan nuestros obispos, «regula las funciones que corresponden al Estado y a los cuerpos sociales intermedios permitiendo que éstos puedan desarrollar su función sin ser anulados por el Estado u otras instancias de orden superior» (Iglesia, servidora de los pobres, 31). Los diferentes niveles de las administraciones públicas están llamados a valorar, promover y fortalecer con políticas específicas este libre ejercicio de asociación que quiere responder a necesidades comunes en el campo de la educación, la iniciativa económica, la sanidad, los servicios sociales, etc. España necesita urgentemente más sociedad civil: realidades que desarrollen eso que Giussani llama “ideas y métodos” con los que resolver necesidades, con los que construir una vida buena.
Nuestro país necesita políticos y gobernantes que permitan que la sociedad sea un lugar de comunicación real y libre de experiencias. Tarea nuestra es poner a disposición nuestra visión y nuestro modo de vivir, más allá de los estereotipos ideológicos. Nuestra democracia ganará mucho si se convierte en un lugar de encuentro entre diferentes propuestas de significado, por dispares y múltiples que sean. Un espacio de libertad donde poder narrarse, delante de todos. Un lugar donde la apertura religiosa (en sus diferentes expresiones) sea mirada con simpatía y se convierta en factor real de construcción y no en un asunto personal arrinconado vergonzosamente. La tarea es apasionante. Pongámonos en juego ya con esta convocatoria electoral.