Si hay alguien que siempre navega por las periferias es la gente de mar. Casi nunca están aquí. Su adverbio más utilizado es allá. Un allá lejano en medio de un mar que no hace amigos con casi nadie. Caras quemadas por el sol, arrugas profundas, manos agrietadas en océanos sin reglas ni piedad. Y ese olor perenne a salitre lejos de un hogar donde cambiar de ropa y reparar el corazón. Por eso el Papa se ha fijado en ellos y tras denunciar, una vez más, que en tantas ocasiones están forzados a trabajar en situaciones inhumanas durante largos períodos, a miles de kilómetros de su país y de sus familias, ha querido hacerles un gran regalo: que puedan participar de la misericordia de Dios a través de los sacerdotes que dedican su vida a quienes en su cuaderno de bitácora la palabra más subrayada es la soledad. Una concesión que Francisco acaba de hacer extensiva a todos los capellanes de los puertos. Les ha otorgado las mismas licencias de los misioneros de la misericordia, la capacidad de absolver pecados reservados a la Santa Sede. Esta decisión traerá la paz a tantos marinos que encuentran en los sacerdotes y voluntarios del Apostolado del Mar lo más parecido al hogar que siempre está tan lejos. Lo recordaba recientemente el propio Francisco: «Muchos marineros se acercarán a los capellanes con problemas de conciencia, que les hacen sufrir tanto, y que nunca tuvieron la oportunidad de sanar, en estas circunstancias, fuera de casa, lejos de la patria, quizás un diálogo con el capellán les abra horizontes de esperanza».
Cuántas veces los capellanes son los únicos capaces de detectar la angustia de quien no sabe nada de su familia desde hace tiempo, de los que, engañados por los traficantes de personas, sufren sabiendo que a los suyos no les llega el salario del que depende su sustento.
Hace tan solo unos días, en su discurso a los sacerdotes y voluntarios del Apostolado del Mar, presente en más de 300 puertos del mundo, en los que ofrecen asistencia espiritual y humana a muchos marinos, pescadores y sus familias, Francisco los animaba a ser misericordiosos en su labor pastoral: «Su presencia en los puertos, pequeños y grandes, debería ser en sí misma un recordatorio de la paternidad de Dios y del hecho de que ante Él todos somos hijos y hermanos; un recordatorio del valor primario de la persona humana ante todo y sobre todo de sus intereses; y un estímulo para que todos, empezando por los más pobres, se comprometan con la justicia y el respeto de los derechos fundamentales».
Es mucho lo que debemos aprender y agradecer al trabajo escondido de estos capellanes, capaces de detectar con solo subir a cubierta si los marineros necesitan ropa o que les visite un médico, facilitarles la comunicación con sus familias, incluso enterrar a los muertos de cualquier religión. Pero quizás faltaba este último paso, poder reconfortar sin límites el corazón de tanta buena gente de mar acostumbrada a rutinas de soledad, silencio, y muchas veces de olvido. A partir de ahora, aferrados al ancla de la misericordia, podrán navegar acompañados de la paz que trae el perdón hasta que vuelvan a poner pie en tierra firme.