La Unión Europea acaba de sancionar de nuevo a Google (1.490 millones de euros) por abuso de posición dominante, esta vez en el mercado publicitario. Desde 2017, la empresa ha pagado 8.240 millones en multas por monopolizar el mercado y expulsar de él a cualquier competidor.
Google acapara el 90 % de las búsquedas en internet y nadie duda de que se ha convertido en un peligro para la libertad individual. Se lo oí decir a José Luis Orihuela, profesor de Comunicación Multimedia de la Universidad de Navarra y autoridad mundial en estos temas, cuando Google recibió el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades: «Si le dan el premio “en Humanidades” a un robot, ha llegado el momento de preocuparse».
Ciertamente, Google contribuye de manera decisiva al progreso social y económico, pero si tiene que cometer irregularidades no lo duda (ahí están las multas), y tampoco trabaja gratis (aunque al usuario se lo parezca). Cuando un producto es gratis, el producto eres tú: tus datos, tu intimidad, tu vida. La información vale cientos de miles de millones de euros. No exagero, la Comisión Europea calcula que el próximo año, 2020, el valor de los datos de los ciudadanos europeos llegará al ¡trillón de euros anuales! (un millón de billones, 1018).
Tenemos más o menos asumido que este es el precio por disfrutar de servicios muy útiles (WhatsApp, Amazon o las aplicaciones del banco), precio aumentado por la vanidad humana. Ahí tenemos a Facebook o Instagram, tan útiles que nos acercan a los amigos (o hijos y nietos) lejanos, pero que estimulan el exhibicionismo hasta el infinito.
A menudo olvidamos que tener una vida más cómoda supone perder nuestra intimidad, que es un derecho fundamental cada vez más amenazado. Ya sea por el espionaje comercial –las cookies–; la vigilancia secreta del Estado –como demostraron Assange y Snowden– o el robo masivo de datos –los hackeos–.
La información digital (cómo nos llamamos o dónde vivimos, qué nos gusta o a quién votamos) se almacena de manera indefinida o se recupera en segundos. Nuestros datos recorren miles de kilómetros al segundo, son analizados e interpretados como nunca antes. Incluso, aunque no queramos, como también acabamos de saber: nuestro móvil puede recopilar datos aunque esté apagado, así que es un espía de bolsillo.
Durante siglos, el concepto de libertad se ligó a la colectividad, quedando las acciones privadas bajo una vigilancia moral de la que era posible escapar. La libertad del hombre moderno –es decir, nosotros– reside, por el contrario, en los goces privados e individuales, como explicaba el filósofo suizo Benjamin Constant.
La paradoja de internet se encuentra en que nos permite comunicarnos desde nuestra casa, pero, al mismo tiempo, nos expone a un control inaudito. El Gran Hermano que Orwell imaginó en 1984 parecía ficción, pero ya está entre nosotros.