«Es acaso el vivir el objeto de la vida? ¿Quedarán atados los pies de los hijos de Dios a esta tierra miserable? ¡No vivir, sino morir…, y dar lo que tenemos sonriendo! ¡Ésa es la alegría, ésa es la gracia, ésa es la juventud eterna!… ¿Qué vale el mundo comparado con la vida? ¿Y de qué sirve la vida, sino para darla?»: así dice Anne Vercors, ante el cadáver de su hija Violaine, en La anunciación a María, de Paul Claudel. ¡Dar la vida! Eso exactamente es el amor, que constituye la esencia de lo humano, porque es el ser mismo de Dios, a cuya imagen y semejanza creó hombre y mujer. De tal modo que su unión, «el matrimonio, basado en un amor exclusivo y definitivo -explica Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est-, se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano». La actual cultura del descarte, en expresión del Papa Francisco, no admite tal visión del amor, ¡está en las antípodas del don!
«El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: ¡Oh Alma! Y Descartes replicó: ¡Oh Carne!». Lo cuenta Benedicto XVI en Deus caritas est, a lo que añade: «Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden de verdad en una unidad, el hombre es plenamente él mismo. Únicamente de este modo, el amor -el eros– puede madurar hasta su verdadera grandeza». Algo que no sucede, sino todo lo contrario, en las actuales antípodas del don, donde «el eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía». ¿No lo estamos viendo todos los días? «En realidad -sigue diciendo el Papa-, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano, que ya no está integrado en el conjunto de la libertad de nuestra existencia, ni es expresión viva de la totalidad de nuestro ser, sino que es relegado a lo puramente biológico».
En la Exhortación Familiaris consortio, de 1981, ya dijo Juan Pablo II que «la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana, en cuanto tal»; y cuando no se vive así, hasta lo biológico se corrompe y se destruye. Lo describe muy bien su sucesor, en Deus caritas est: «La aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad». ¿Acaso no lo vemos también cada día? «La fe cristiana, por el contrario -continúa Benedicto XVI-, ha considerado siempre al hombre uno en cuerpo y alma, en quien espíritu y materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente así, una nueva nobleza». Nobleza que brilla en el amor verdadero, mostrando la belleza de la sexualidad, cuando se vive en toda su verdad. Es lo contrario de la propuesta, dominante hoy, de una sexualidad falseada y envilecida que, lejos de liberar, esclaviza y ahoga al ser humano dejándolo solo consigo mismo. Ante una cultura así -decía ya Juan Pablo II, en Familiaris consortio-, «que banaliza la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta», es de la máxima urgencia una educación afectivo-sexual «verdadera y plenamente personal», que muestre cómo «la sexualidad es una riqueza de toda la persona -cuerpo, sentimiento y espíritu- y manifieste su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor». Una educación que supone un trabajo, ese ¡no vivir, sino morir…, y dar lo que tenemos sonriendo!, que leemos en La anunciación a María, precisamente porque el fruto es ¡la alegría, la gracia, la juventud eterna!
Lo dice igualmente Benedicto XVI, en Deus caritas est: «Ciertamente, el eros quiere remontarnos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos; pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación». Vale la pena seguir este camino, que lleva a cumplimiento la vida misma, que tiene justamente en lo divino la medida del amor humano. Sí, en Cristo entregado en la Cruz para fructificar en la Resurrección está el secreto de la vida, y de modo paradigmático de la unión indisoluble de hombre y mujer. No es camino de libertad, sino todo lo contrario, la ausencia de compromiso definitivo en la relación del hombre y la mujer. Lo dice el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium:
«El matrimonio tiende a ser visto como mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja, no procede del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total». Así es, la vida: ¡para darla!