El Papa Francisco ha canonizado, el mismo día, a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Los dos murieron con fama de santidad. Pero a cada uno de ellos se les había creado también cierta mala prensa, hasta el punto de que estos días hemos podido leer titulares que llegan a contraponerlos, como si fueran figuras pertenecientes a dos universos morales distintos. Lo cierto es que lo que el pueblo de Dios en su conjunto tenía por cierto, acaba de ser definido por un acto solemne del magisterio pontificio: que los dos son santos y que contamos con dos nuevos intercesores muy cercanos a nosotros.
Para muchos, san Juan Pablo, el Grande, es el Papa de nuestra juventud madura y de nuestra vida adulta. San Juan, el Bueno, en cambio, es el Papa de nuestra lejana infancia. El día en que el cardenal Roncalli fue promovido a la sede patriarcal de Venecia -un 25 de enero de 1953- era el mismo día en el que quien esto escribe fue llevado a la pila bautismal. Cinco años más tarde, el Patriarca veneciano era elegido Papa, y cinco años después -en 1963- moría tras haber presidido la primera sesión del Concilio Vaticano II, que él mismo había convocado, para sorpresa de todos.
Cuando el cardenal Wojtyla fue elegido Papa, en 1978, un servidor se encontraba en el ecuador de los estudios teológicos, avistando ya la próxima ordenación sacerdotal. El Concilio era para nosotros un objeto de estudio; en realidad, éramos demasiado jóvenes para haber podido vivirlo en su momento como realidad biográfica significativa. Aquel acontecimiento crucial para la Iglesia de nuestros días pertenecía para nosotros al mismo lejano horizonte infantil que el Papa que lo había convocado.
Yo me alegro mucho de haber podido celebrar estos días pasados en Roma la canonización de estos dos grandes Papas. No me extrañaría demasiado que también me tocara vivir todavía la beatificación, e incluso la canonización, del Papa de mi adolescencia y juventud primera, Pablo VI. Pero ya tengo motivos para dar muchas gracias a Dios que me ha permitido vivir estos años tan interesantes de la historia de la Iglesia. La Providencia divina ha estado especialmente grande a la hora de enviarnos pastores para guiar a la Iglesia desde la sede de Pedro.
Dos santos muy distintos
Los dos últimos, Benedicto XVI y Francisco, son quienes han preparado y decidido respectivamente el acontecimiento histórico de este pasado domingo de la Divina Misericordia. Es importante no perderlo de vista, aunque no podamos aquí más que mencionarlo para agradecerles este gesto de lectura compartida y coherente de la reciente historia de la Iglesia.
Se trata de dos santos muy distintos por sus trayectorias personales y por la labor pastoral que les correspondió afrontar. Pero los dos fueron hombres de fe robusta, de esperanza viva y de caridad sencilla. Los dos amaron a Jesucristo con pasión, con la misma que amaban a su Iglesia, por el ministerio de cuyos sacerdotes somos hechos partícipes de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre del Salvador. No tuvieron miedo de mostrar a la Iglesia y al mundo el amor que les movía. Ayudaron a los cristianos a desembarazarse del miedo y de los complejos respecto de un mundo moderno supuestamente superior a la tradición de la Iglesia.
San Juan XXIII convocó el Concilio porque estaba seguro de que la Iglesia rebosaba una pujanza de vida espiritual que era necesario comunicar sin pausa y sin estorbo alguno a un mundo amenazado de perder la esperanza bajo las tensiones ideológicas y bélicas. Se trataba de poner al día los instrumentos de comunicación de un tesoro enorme de vida cristiana. Más que reformar la Iglesia, había que ofrecer la salvación de la que ella es portadora de un modo más eficaz y cercano.
San Juan Pablo II vivió el Concilio de modo muy activo en un sentido semejante. Luego le correspondió, como Papa, llevarlo a la práctica de modo íntegro, respondiendo a interpretaciones recortadas e incluso completamente falsas que amenazaban con secar las fuentes de la vida cristiana imposibilitando la misión evangelizadora querida por sus predecesores y por el Concilio. Dios le dio fuerzas y tiempo. Le permitió llegar a ser el Papa de la Divina Misericordia, de los viajes apostólicos en el mundo global, del pueblo de Dios y de la gente -amante de la fe de los sencillos-, de la familia, de los jóvenes, de los medios de comunicación, del diálogo con las religiones; el Papa mártir y de los mártires del siglo XX, del dolor salvífico y del amor filial a María. Son muchos los títulos que le mereció su ingente labor apostólica, espoleada por su experiencia del drama de las ideologías del siglo XX y movida por el amor a Jesucristo y por la convicción reflexionada de que su Evangelio es la noticia a la que no deben temer los amantes del verdadero progreso, ni tampoco los que, en la Iglesia, se hallan tentados de desconfianza.
Dos nuevos santos, tan cercanos y de tanta relevancia, que nos permitirán no olvidarnos de que la Iglesia es, ante todo, la comunión de los santos. Con estos dos queda muy notablemente enriquecida. Estará muy bien recordar sus ejemplos y orientarnos por su legado doctrinal y moral. Pero será todavía más fructífero acogernos a su intercesión.