«Amad a vuestros enemigos»
VII Domingo del tiempo ordinario
Nos encontramos ante una de las propuestas más características del Evangelio; una exigencia que muestra la radicalidad de lo que Jesús nos pide. Al comienzo de su ministerio público, el Señor pronuncia este discurso en el contexto de las bienaventuranzas, relato que escuchábamos el domingo pasado. A través del perdón de David a su enemigo Saúl, la primera lectura de hoy nos prepara para asumir algo que humanamente resulta complicado. Hay varias dificultades para aceptar por completo el mandato del amor a los enemigos. Nos centraremos en dos de ellas. En primer lugar, se da un impedimento de orden práctico: aunque en un primer momento resulte atractivo y hasta obvio que el Señor nos pida el amor a los enemigos (ya que Dios es amor, nos pide amor y el mismo término amor tiene una aceptación universal), no es sencillo en nuestra vida amar a quienes nos odian. Esto es debido, entre otras razones, a que existe la tendencia humana a justificar el incumplimiento de todo lo que nos resulta costoso. El segundo obstáculo procede del arraigo del principio de acción y reacción aplicado al comportamiento humano, es decir, el ojo por ojo; una norma que regía especialmente cuando era imposible reparar el daño causado, tratando de evitar venganzas incontroladas.
Compensar el mal con el bien
En relación con la reacción al enemigo destaca en el fragmento evangélico de este domingo una afirmación que merece ser explicada: «al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra». Esta máxima, que consagra la negación de la violencia, es a menudo malentendida como una llamada a la pasividad ante el mal que alguien nos inflige y, en ciertas ocasiones, incluso como negación del derecho legítimo de defensa, tratando de ridiculizar velada o irónicamente esta enseñanza del Evangelio. En esta falsa comprensión, la enseñanza del Señor daría como resultado una desprotección ante el daño sufrido o nos plantearía una resignación forzosa contraria a los principios básicos del derecho. Sin embargo, no es precisamente una actitud conformista la que predica el Señor.
La adecuada comprensión del precepto del amor a los enemigos nace, por el contrario, de la misma realidad. Puesto que existe la violencia y la injusticia, como males extendidos en nuestra sociedad, el discípulo de Cristo ha de situarse en este mundo como quien puede tratar de compensar el pecado y el mal con el amor y el bien. Este planteamiento incluye el perdón, pero lo supera. La nueva visión ni siquiera valora la conveniencia o no de olvidar el daño causado, sino que parte de una finalidad distinta: la aplicación hasta las últimas consecuencias del precepto del amor. Se trata con ello de proponer con firmeza un cambio de dirección al odio y a la sed de venganza, tendencias de las más difíciles de controlar en la persona.
Las palabras del Señor nos ayudan a comprender, además, que esta es la única vía para construir una vida no solo de cara al cumplimiento del mandamiento del Señor. Si Jesús nos pide con insistencia el amor al enemigo es porque solo así es posible conducir una vida en plenitud de paz y de sentido. El que guarda dentro de sí algo contra alguien no consigue, por más que lo pretenda, sentirse reconciliado ni con el hermano, ni con Dios, ni consigo mismo.
Dios como modelo de amor
No puede pasarse por alto en este planteamiento algo tan patente como que para lograr la plena reconciliación con todas las personas necesitamos contar con la ayuda de Dios. El Señor no solo se muestra a lo largo de la historia de la salvación como compasivo y misericordioso, sino que él es el modelo del amor, habiéndonos enviado a su Hijo por amor. Ahora bien, si estamos decididos a amar a todos los hombres sin excepción se nos pide también un precio: renunciar al triunfo humano, a quedar por encima de los demás… No es fácil, pero probablemente sea en esta renuncia donde se esclarezca si estamos dispuestos o no a amar de verdad.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros».