Clausura de puertas abiertas
No lograba concentrarse. Un retiro espiritual parecía demasiado para un empresario de vida estresada y estresante, incapaz de entrar en las dinámicas que se le proponían. «Que venga al taller de carpintería», dijo una de las Hermanas. Y allí, haciendo cruces de madera, su corazón se echó a llorar. Llevaba años —contaría más tarde— sin encontrar la paz que experimentó precisamente allí, en ese convento de agustinas contemplativas que, apostando por esa nueva evangelización a la que tanto anima el Papa Francisco, han hecho de su convento de la Conversión un hospital del alma. He aquí por qué y cómo:
Un sencillo cartel indica al visitante que ha llegado al monasterio de la Conversión. En la puerta corredera que da entrada al recinto, una indicación: Cerrar después de entrar. Nada más, no hay preguntas. Todas las almas son bienvenidas en esta comunidad de agustinas que, como el resto de religiosas y religiosos contemplativos, protagonizan la Jornada Pro Orantibus que la Iglesia celebra este domingo para pedir por quienes han hecho de rezar por los demás, su misión en el mundo.
Recibe a Alfa y Omega la hermana Begoña, de 26 años, sonrisa franca y acento andaluz. Junto a ella, y para contar también su testimonio vocacional, está Inma, otra andaluza sonriente, de 32 años y médico. Comienzan a hablar y, entre las muchas coincidencias de su historia vital, destaca una. A las dos les pesa el sufrimiento del mundo, les duele el dolor del hombre. «Me preguntaba por qué existe el sufrimiento y cómo lo podía cargar yo en mi vida», dice Begoña, implicada desde muy joven en labores de asistencia a los necesitados. «Sobre los 22 años, y por una serie de circunstancias, me empezó a pesar mucho el dolor del mundo; era consciente de la cantidad de sufrimiento que hay, y pensaba en la aparente arbitrariedad con que se distribuye, en el aparente sinsentido. La falta de explicación del dolor es, en sí misma, un desgarro»: es el testimonio de Inma, médico internista y aficionada a la física cuántica.
Sin aislarse del mundo
Por distintos caminos, pero con un origen muy parecido, las dos acabaron pidiendo el ingreso en el monasterio de la Conversión, situado en el abulense Sotillo de la Adrada. Son monjas contemplativas, o sea, de clausura. Pero, eso sí, nadie puede decir de ellas que no están en el mundo. Precisamente eso es lo que más asustaba a Begoña de la vocación religiosa que sentía. Estudiaba Periodismo y Humanidades, le encantaba viajar, valoraba mucho su libertad de movimientos y, sobre todo, se sentía parte del mundo —«era muy consciente de lo que yo soy con respecto a la historia de la Humanidad, de la responsabilidad que tengo de llevar esto a alguna parte. No quería aislarme»—.
Ya ha cumplido un año como postulante y otro casi entero como novicia, y tiene la certeza de que ésa es su casa: «La mejor manera que yo tengo de participar en la dinámica de la Historia y el mundo es explicar a los hombres quién es la Verdad de su existencia, explicar que es Cristo quien nos mueve a todos los niveles. Yo tengo la suerte de que se me ha llamado a decir eso al mundo desde esta vida, que es preciosa, preciosísima».
Inma, con dos años y pico de clausura a su espalda, experimenta a diario la alegría de saber que ha encontrado su lugar en el mundo. «Cristo es ese rostro de belleza que asume el dolor. Ya lo decía el profeta Isaías: Cuando lo veíamos a Él azotado y herido, eran nuestros dolores y nuestros sufrimientos. Yo no puedo explicar el dolor, pero sí creo que hay uno, que es Cristo, que ha asumido ese dolor y ha abierto una puerta a la esperanza».
Son felices, y eso se nota, no sólo en sus caras, sino en el amor que transmiten a todo el que se adentra en las puertas de ese convento-hospital que la Hermana Carmen, formadora de novicias, describe como comunidad de sanación.
Es posible vivir con amor
Convencidas de que el hombre de hoy necesita a Dios, pero no sabe buscarlo, estas religiosas agustinas se llenan a diario de la Palabra y de la contemplación del Amor, para repartirlo luego entre las almas necesitadas. «Acogemos incondicionalmente desde el cariño fraterno y el amor que Dios nos da. Queremos, desde el primer momento, a quienes vienen aquí porque en ellos viene Cristo», explica. Se saben capaces de acompañar al hombre de hoy porque son hijas de este hoy, y han sanado sus heridas.
Recuerdan el día en que llegó al monasterio una mujer con su hija de año y medio. Venía a través de los servicios sociales de Sotillo de la Adrada, a los que las Hermanas se ofrecieron para ayudar en lo que hiciera falta. «Estaba muy lejos de la vida religiosa, y nunca le dijimos que tenía que venir a rezar, ni nada parecido. La acogimos porque no tenía dónde ir».
Pero la vida con las Hermanas transformó su corazón, comenzó a ir a la oración y acabó pidiendo catequesis y el Bautismo para su hija. La madrina, claro, una de las Hermanas del convento. «Ya la hemos adoptado, para nosotras es nuestra niña», dice una dulcísima hermana Carmen. La hermana Begoña se queda pensando en esa mujer. «Humanamente se percibe una gran desesperanza y es precioso ver cómo, a medida que van pasando tiempo en casa, en el trato más cotidiano con las Hermanas, les va cambiando la expresión. Esta mujer venía muy herida y pudo encontrar esperanza otra vez, saber que es posible vivir con amor».
De forma oficial, su Comunidad se describe con dos pilares —conversión y comunión—, a cuya llamada han respondido todas las Hermanas. Por esa llamada, dicen, «abrimos las puertas de nuestra casa a todo hombre que busca a Dios y desea hacerlo en compañía de otros». Esa particular vocación se traduce en una vida que combina lo silente y contemplativo con la fraternidad y la comunidad.
El día comienza con el Oficio de Lecturas, a las seis y media de la mañana; después, una hora de oración, Eucaristía y Laudes. Luego llega la Palabra, una puesta en común de lo que el Evangelio del día ha obrado en cada Hermana y, luego, el desayuno. Estudio y trabajos domésticos completan la mañana silente. La tarde se dedica, además de a orar, a compartir con las Hermanas, a hacer trabajos sencillos con carácter evangelizador y a impartir catequesis por los pueblos de la zona. Eso, además de atender a los grupos de peregrinos que van al monasterio a hacer retiros o a vivir en familia un fin de semana de fe. Las Hermanas no piden nada —cada uno aporta en función de sus posibilidades—, y a cambio entregan todo el amor. Todo aquel que lo desee es bienvenido en sus ratos de oración y también en el laboratorio de la fe, dedicado a profundizar sobre diversas cuestiones teológicas, espirituales y humanas.
Además, una tarde a la semana y por parejas, las Hermanas salen del convento para impartir catequesis en los pueblos de la zona, y tienen una comunidad permanente en el Camino de Santiago. En su albergue, hacen acogida cristiana, pero no siempre esperan a que la gente llegue a su casa. Salir al camino, retomando el carácter mendicante, e ir al encuentro de los peregrinos es otra de las peculiaridades de esta comunidad de nueva clausura. «Reproducir la experiencia de Emaús: acompañar al que se aleja a fin de que vuelva». Esta contemplación evangelizadora se ha convertido en su forma de vida y, a la vez, les ha cambiado la vida. Begoña ya no siente esa angustia vital que tenía cuando no sabía cómo encauzar su existencia y busca para los demás la misma felicidad. «Es muy difícil vivir sin Dios; puedes aguantar unos años, distraído con otras cosas, pero, al final, la vida se te pone de frente y te hace preguntas». Ella ha encontrado la respuesta.
Posada para el peregrino
Las del monasterio de la Conversión no son las únicas religiosas contemplativas que viven esta clausura de puertas abiertas.
Imposible olvidar a las monjas de Iesu Communio, esas clarisas que, desde diciembre de 2010 y por mediación de la Madre Verónica, su fundadora, se convirtieron en un instituto religioso propio. Sus salas de recepción repletas de jóvenes y adultos que quieren escuchar el testimonio de las Hermanas y que salen tocados por ellas, son ya una estampa habitual de esta nueva clausura a la que mira con asombro el mundo.
Nada mejor que el testimonio de una de sus integrantes, la hermana Isabel, para explicar la fecundidad de su vida. «Cada mañana, desde el amanecer, caemos de rodillas y juntamos las manos en oración intercediendo por cada uno de vosotros, con vuestros nombres y rostros, con vuestras alegrías y esperanzas, con vuestros sufrimientos, caídas y desalientos. Deseamos llegar a esas heridas hondas a las que de ningún otro modo se puede llegar. Peregrináis bajo nuestra mirada; jamás, jamás estáis solos: la oración de los contemplativos os acompaña día y noche. Vivimos convencidas de que, arrodilladas, os tenemos abrazados. Pero aún más: cuando los hombres, en su caminar, buscan sedientos un lugar donde desahogar el corazón, donde sanar sus heridas, donde volver a encontrar al Dios que perdieron…, hay lugares que abren sus puertas y se convierten en posada para el peregrino».
Viajamos ahora hasta Valladolid. En el monasterio del Corazón de Jesús y San José, las carmelitas descalzas, con la madre Olga a la cabeza, sorprenden con su clausura 2.0. «Somos carmelitas, pero no como las de siempre». Gracias a las dispensas de la Santa Sede, viven una clausura con menor rigor que la tradicional y pueden hacer uso de las nuevas tecnologías para llegar más lejos con su labor evangelizadora.
Hora Santa virtual
Además de acoger a jóvenes en las convivencias que hacen a lo largo del año, retransmiten en directo por internet la Hora Santa que celebran todos los jueves de 21:30 a 22:30 horas. El mantenimiento de un canal de Youtube y una página de Facebook con testimonios de las Hermanas completan esta original evangelización virtual que tiene como objetivo mostrar al mundo qué es vivir en Cristo. «Queremos que se pueda venir a estar con nosotras, a vivir con Cristo», señala la Madre Olga, convencida de que, más allá de si se tiene o no vocación religiosa, la única manera real y eficaz de vivir de verdad es viviendo en Él.
Ellas y el resto de contemplativos son, explica el obispo de Santander y presidente de la comisión episcopal para la Vida Consagrada, monseñor Vicente Jiménez Zamora, «hombres y mujeres modelados por la presencia de Dios», que ayudan al resto a experimentar el misterio insondable de Su amor. Su vida, «ordinaria y alegre», provoca preguntas y ofrece respuestas a la necesidad más honda del corazón humano, dice el obispo.
24 horas al día, siete días a la semana. Así son los Hospitales del alma.
Si algo ha caracterizado a la vida monástica desde sus inicios, ha sido el carisma de la acogida, sobre todo con aquellos que más lo necesitaban. Y, si en tiempos pasados, los conventos abrían sus puertas a pobres, enfermos, huérfanos y peregrinos, hoy lo hacen para acoger a una institución que hoy está sufriendo mucho: la familia. «El demonio ataca mucho a la familia, no la quiere. Busca destruirla, busca que el amor no esté allí», ha dicho el Papa hace pocos días.
Por eso, están surgiendo en los últimos años iniciativas de pastoral familiar en torno a la vida monástica. Un ejemplo es el de la Fraternidad Monástica de la Paz, fundada por el recientemente fallecido padre Alberto María Rambla, que en la actualidad cuenta con el monasterio de la Trinidad, en Alicante, y el monasterio de la Transfiguración del Señor, en Castellón. Tras el Encuentro Mundial de las Familias de Valencia, en 2006, surgió en ellos la idea de acoger encuentros monásticos de familia, para ayudar a las familias a evangelizar y educar a sus hijos. Así, cada dos o tres meses, organizan convivencias con charlas formativas, testimonios, alguna película de tipo familiar y, sobre todo, mucha oración con los niños, con ratos de especial belleza, como la adoración al Santísimo después de la cena.
Además de contar con un canal de televisión con un claro propósito evangelizador, Cetelmón, ofrecen a quien lo necesite una casa de acogida y oración -no simple hospedería-, en la que poder rezar y convivir con la comunidad. Son familias monásticas que reciben al otro como al mismo Cristo, porque la Iglesia sigue siendo, a fin de cuentas, una familia.