Matías Gómez Franco, misionero español en San Pedro Sula (Honduras), está acostumbrado a que sus feligreses desaparezcan. «Pasas tiempo sin ver a una persona, y cuando preguntas, alguien responde: “Se fue”. ¡Pero si hablé con ella hace nada!». Irse sin avisar es lo que han hecho los alrededor de 1.500 vecinos que abandonaron San Pedro Sula el 15 de enero, o los 400 del pasado domingo.
«Es lo mismo que en octubre, la gente se va por las mismas razones: inseguridad, violencia, falta de trabajo… Mucha gente sobrevive con menos de un dólar al día y los precios están muy altos. Antes, el hondureño comía arroz y fríjoles. Ahora, si come una cosa no le da para la otra. Hay padres que cada curso eligen qué hijo se queda sin escuela. El problema es endémico, y habrá una cuarta caravana, una quinta y una décima».
Aunque no logren entrar en Estados Unidos, explica Gómez, muchos migrantes aspiran a «quedarse en Guatemala o El Salvador, o a pedir asilo en México». Según datos de ACNUR, en 2018 se recibieron en este país 29.600 solicitudes, el doble que en 2017; 12.000 el último trimestre. En la segunda mitad del año entraron en el país dentro de caravanas 9.471 personas, de las cuales 3.700 pidieron asilo y 3.000, visados humanitarios.
Yendo en grupos grandes, además de protegerse en una travesía llena de peligros, los migrantes esperan que los gobiernos de los países de tránsito les sean más favorables. Se suma la presión de Estados Unidos, empeñado en evitar que lleguen a su frontera. Un fruto de esta estrategia es el cambio de actitud del nuevo Gobierno de México, liderado por López Obrador, que la semana pasada ofreció permisos de residencia a todos los migrantes de la nueva caravana.