Malos tiempos para la concordia
La voz cantante en España parecen llevarla las fuerzas centrífugas y extremistas, en una espiral de acción-reacción en la que se estrecha el margen para la moderación y el diálogo
No puede decirse que España celebre en su mejor momento los 40 años de la Constitución. Si en aquel momento los distintos partidos políticos fueron capaces de superar sus diferencias con generosidad y altura de miras para lograr que la inmensa mayoría de los españoles se reconociera en esta ley fundamental, hoy la voz cantante parecen llevarla las fuerzas centrífugas y extremistas, que se retroalimentan unas a otras, en una espiral de acción-reacción en la que se estrecha el margen para la moderación y el diálogo entre grupos con formas de pensar o intereses contrapuestos. Se trata de una deriva peligrosa, porque esos espacios de encuentro son necesarios para la convivencia en una sociedad como la española, caracterizada por un pluralismo cada vez más acusado. Para encauzar esa diversidad y convertirla en factor de enriquecimiento y no de conflicto, se requieren consensos de amplio espectro que de ninguna manera pueden ser arbitrarios, sino derivarse del respeto a los derechos fundamentales, sin sesgadas lecturas ideológicas.
Es evidente que a una situación de crisis como la que atraviesa hoy España no se llega de un día para otro. Desde mucho antes que irrumpieran con fuerza en el panorama internacional los nuevos populismos y su forma agresiva de entender la política, se vienen aplicando políticas que dividen sectariamente a la población en amigos y enemigos o marginan a sectores de la ciudadanía. La imposición de políticas identitarias nacionalistas en algunas comunidades autónomas es un claro ejemplo. Pero también podría aludirse a la sucesión de leyes educativas sin consenso (van ya seis, camino de siete, si la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno resiste el tiempo suficiente). Todo ello representa una ruptura de facto del pacto constitucional, que no fue otra cosa que la solemne declaración de que los españoles deseaban cerrar viejas heridas del pasado y convivir pacíficamente en un país en el que las divergencias del tipo que fuera pudieran resolverse de forma serena y dialogada, presuponiendo la buena voluntad del otro y desterrando para siempre la pretensión de eliminar política o físicamente al adversario.