Las palabras finales del Papa al concluir el reciente Sínodo de los Obispos no dejaban lugar a duda: «Es un momento difícil, porque el Acusador, atacándonos a nosotros ataca a la Madre, pero la Madre no se toca». Naturalmente, Francisco se refería a la Santa Madre Iglesia, a la que los Padres de los primeros siglos designaban con audacia como la «casta meretrix», porque la Iglesia es santa, pero sus hijos somos todos pecadores.
Que el Papa quisiera cerrar los trabajos de la asamblea con este apunte no puede ser casualidad. Por otra parte, en los últimos meses no han faltado referencias en sus homilías y discursos a ese Acusador que ronda por la Tierra buscando a quién acusar, aprovechándose de los pecados de todos nosotros para su sucia labor. «En este momento nos está acusando fuertemente, y esta acusación se convierte también en persecución», dijo Francisco, plenamente consciente de las diversas modalidades de dicha persecución: la que sufren, por ejemplo, nuestros hermanos de Oriente Medio, pero también la que sufre hoy cualquier sacerdote, al salir de su parroquia en cualquiera de nuestros barrios, y ser increpado y escupido. Pero como ha dicho el Papa, estas acusaciones no deben ensuciar a la Iglesia, porque nosotros estamos manchados todos, pero la Madre no.
No es un reclamo victimista ni reactivo, es una petición expresa del Sucesor de Pedro: «Es el momento de defender a la Madre». Y a la madre se la defiende del Gran Acusador con la oración y la penitencia, como el mismo Francisco nos ha indicado con su invitación a rezar cada día el Rosario y a san Miguel Arcángel. Imagino lo que les habrá parecido esta propuesta a algunos estrategas eclesiales de unas y otras trincheras. A mí me ha recordado a los días de furia que hubo de sufrir san Pablo VI a finales de los años 60 del pasado siglo, cuando tantos le reclamaban medidas severas para detener la hemorragia y él propuso a todo el pueblo cristiano la profesión del Credo del Pueblo de Dios.
Deberíamos tomarnos en serio esta petición que nos llega, además, con un tono de evidente dramatismo en las palabras del Papa Francisco: es el momento de defender a la Madre. Lo curioso que podemos observar, entre no pocos católicos, es que en estos meses de plomo se revuelven contra la Madre porque les desagrada uno u otro rasgo de su rostro, que es siempre un rostro histórico, un rostro de carne marcado por las arrugas de su historia, por el daño que le causamos, en primer lugar, sus hijos. El primer problema se sitúa, quizás, en la falta de conciencia general de nuestra condición de hijos, en la falta de esa experiencia eclesial elemental que consiste en haber sido generados de nuevo a través del Sacramento de la Iglesia. Y sobre esto, sobre el vacío educativo que implica, deberíamos hacer un severo examen de conciencia. Hace pocos días leía con estupor este titular referido a los Estados Unidos: «Los católicos pierden la paciencia con la Iglesia». De ahí en adelante todo es disparate. No puedo perder la paciencia con la Madre que me ha generado, no sólo, que me vuelve a generar una y otra vez. Bastante es que ella no pierda la paciencia conmigo. Y a pesar de tantas cosas, no la pierde.
Recientemente Francisco advertía a los jóvenes sobre «las identidades de laboratorio» y les recordaba que nuestra identidad nace de la pertenencia a un pueblo, al pueblo de la Iglesia. Todo esto lo entendía muy bien el gran escritor Georges Bernanos, al que no faltaban motivos para estar enfadado con muchos eclesiásticos, y con muchos aspectos y circunstancias de la Iglesia de su tiempo. En uno de los momentos más críticos, respondiendo a un colega que se felicitaba con sorna por su supuesto desenganche, decía: «Si se me expulsase de la Iglesia, no sabría vivir cinco minutos fuera de ella; volvería a entrar inmediatamente, con los pies descalzos, desnudo, con la cuerda al cuello, en las condiciones que quisierais imponerme, porque fuera de esta casa no sería capaz, ni siquiera, de respirar».
Por suerte para todos nosotros, por suerte para el mundo, la Madre Iglesia atravesará esta tribulación, no sin muchas pérdidas y sufrimientos, porque la conduce «su divino guía», como gustaba llamarlo el beato John Henri Newman, y porque, a pesar de todo, en su tierra herida, incluso quemada, nunca dejarán de florecer los santos.