¿Qué ven, cuando nos ven?
«Ser padre es la cosa más fácil del mundo», explica Franco Nembrini, autor del libro El arte de educar. De padres a hijos (Ediciones Encuentro). Estará en EncuentroMadrid ofreciendo su testimonio como padre y educador, y poniendo el acento en la necesidad de que los niños y jóvenes tengan delante adultos fuertes, valientes y, sobre todo, felices
Violencia, alcohol, sexo… ¿Qué buscan nuestros jóvenes? ¿Qué podemos ofrecerles?
Suelo citar a Benedicto XVI, cuando dice que nuestros hijos vienen al mundo exactamente como nosotros: Dios continúa haciendo el corazón del hombre tal y como siempre lo ha hecho. Entonces, nuestros hijos están bien hechos; ellos no son el problema. Nuestros hijos vienen al mundo bien hechos por Dios. Y ellos hacen lo que tienen que hacer: mirar a los adultos. Aquí está el problema de la educación: ¿qué es lo que ven, cuando ven a los adultos? Se trata de un problema absolutamente radical, porque existe una tendencia a evitar la responsabilidad educativa en nombre de un defecto que tendría esta generación y que no tendrían las generaciones precedentes. Y esto no es verdad. Es cierto que hay muchas dificultades; es cierto que ahora hay elementos como Internet, los móviles, etc., pero si nos centramos en estas cosas, lo que hacemos en realidad es hablar de las consecuencias, no de la naturaleza de la educación. Por eso, debemos entender primero qué es la educación, y luego hablar de Internet, de la escuela, del mundo en el que viven estos chicos… Pero tengo la impresión de que los adultos utilizan esta diversidad del mundo de hoy como excusa para evitar el problema original.
Entonces, ¿cuál es el problema de los padres y de los educadores?
El problema es que, si los hijos nos miran, es porque expresan una necesidad, una pregunta muy radical y muy profunda. Cuando los niños miran a los adultos, hacen una pregunta —explícitamente o no— sobre el sentido de vivir. El problema gravísimo que estamos viviendo es que hay una generación de adultos que no tiene respuestas al sentido de su propia vida. Es una generación de adultos temerosos y frágiles. Por ejemplo, no saben identificar cuál es el papel del padre y cuál el de la madre, y los confunden, o se presentan como sus amigos.
La nuestra me parece una generación de adultos muy débiles. Y son débiles en el sentido de que son tristes: la tristeza es algo muy malo. Yo digo siempre que no se puede pasar mucho tiempo triste sin volverse malo. Una persona triste se vuelve, a la larga, enfurecido con la vida y con los otros. Y nuestros hijos están heredando de nosotros la misma tristeza y la misma malicia. Son niños tristes y malos, pero no es culpa suya: es culpa nuestra.
Por eso, el deber primero de un educador hoy es preguntarse, él mismo, por qué vive. Cuando tu hijo te pregunte: ¿Por qué debo seguirte?, tú no puedes responder: Porque lo digo yo, porque lo dice la ley, porque lo dice Dios, porque lo dicen los curas… Éstas no son las respuestas que les valen, porque el ser humano no funciona así —y los niños, sobre todo—. La única respuesta ha de ser: Mírame. Mira cómo vivo yo. Te desafío a ser feliz como lo soy yo. El problema es que la felicidad es algo que no se puede discutir: o eres feliz, o no lo eres.
¿Educar a base de normas, de reglas, de leyes, sería una salida fácil?
Es muy fácil pensar que la educación consiste en aplicar una serie de reglas, pero este atajo que no funciona nunca. El fin de la educación es la felicidad, que tu hijo sea un hombre adulto, libre, contento de estar en el mundo. Pero damos por descontado el amor en la educación, que es la base de todo: Yo te doy signos que te hacen sentir que te quiero bien, sin necesidad de decírtelo a todas horas, simplemente te quiero y tú lo sabes. Y, porque yo te quiero, tú aceptas mis consejos y mis reglas, que se convierten así para ti en un instrumento para aprender a hacer y conocer el bien. Esto es difícil, porque conlleva perdonar, conlleva aceptar la posibilidad de que tus hijos no respeten tus respetabilísimas reglas… Las normas no garantizan la eficacia de la educación. Y éste ha sido un problema también de la enseñanza católica.
¿Se refiere a los colegios religiosos?
Sí. Deberíamos preguntarnos por qué los mayores enemigos de la Iglesia han sido educados en colegios de la Iglesia… Se ha confundido una cierta moral con el cristianismo. Se ha transmitido la obligación de comportarse de un cierto modo, y esto muchos lo han vivido como una opresión, y les ha generado automáticamente un odio hacia el cristianismo.
Esto vale también para los padres: se dice que los padres deben educar con su ejemplo, pero los niños saben bien que no somos perfectos…
Si el problema de educar es de coherencia ética, entonces los padres se van a volver locos, porque los hijos conocen bien —y esto es algo buenísimo— tus errores y tus pecados. Si tú sólo buscas ser perfecto, ser bueno…, al final, es un desastre, porque no serás creíble. Y sucederá justamente lo contrario de lo que persigues: tus hijos no te van a creer nunca. Todos somos pecadores, y es mucho más sencillo educarlos en la verdad: Yo soy un pecador como tú, pero te desafío a recorrer un camino muy bello, en el que vas a poder estar contento siempre. No tener el coraje de aceptar nuestra debilidad y exigir al otro una perfección imposible es, además, todo lo contrario del cristianismo…
Un día iba a una charla, en Sicilia, y de repente el coche subió una cuesta y apareció ante nosotros el mar, enorme, espectacular, y me vino gritar: ¡Es el mar! ¡El mar! Muchos chicos viven hoy como en un charco de agua estancada, y piensan que la vida es sólo eso. El padre, el educador, ha de decirle: Tú estás hecho para el mar, y el mar está hecho para ti. Muchas veces no lo podrás llevar hasta allí, pero siempre podrás gritarle: Hijo mío, ¡es el mar! Y él, algún día, cuando tenga la fuerza y el valor necesarios, se pondrá en pie e irá hacia allí. Pero lo fundamental aquí es que, cuando esté en la charca, él pueda ver, en los ojos del adulto, el reflejo del mar, aquello que su padre ve. No se trata simplemente de que él crea lo que dice su padre; el chico debe ver el mar en los ojos de su padre. Y uno puede ser el más pecador, que siempre podrá gritar: ¡Es el mar! Ser padre es la cosa más fácil del mundo: sólo es necesario estar, de verdad, frente al mar.
Hoy parece que noticia es todo aquello que es malo, que es pecado, que es corrupción; parece que no hay esperanza de bien, ningún sentimiento valiente y positivo. Pero hay un mar de bien que ir a ver. Los educadores debemos vivir, primero, y mostrar, después, toda la belleza, el bien y la felicidad, y luego los chicos harán lo que quieran en su libertad.
Franco Nembrini
Encuentro
2013
256
20 €