Cristianos rojos y azules que hicieron posible la Transición
Más allá de las grandes figuras eclesiásticas o políticas, el congreso La Iglesia en la sociedad democrática reivindica la aportación de los católicos a la reconciliación en España desde la oposición al régimen franquista o en el bando reformista
Pablo Casado y Guillermo Fernández Vara pertenecen a dos generaciones y a partidos distintos, pero ambos se consideran herederos de la Transición, de esa España reconciliada que reivindica el valor del entendimiento entre personas que piensan de forma diferente en una sociedad plural e inclusiva. El líder del PP y el presidente de la Junta de Extremadura comparten también su condición mestiza, como tantos españoles que, en su árbol genealógico, encuentran indistintamente antepasados de uno y otro bando de la Guerra Civil.
La imagen de Casado y Fernández Vara conversando amigablemente y dando testimonio de cómo la fe desempeñó un papel decisivo en su vocación de servicio público puso el broche final al congreso La Iglesia en la sociedad democrática, con el que la Fundación Pablo VI, en colaboración con la Conferencia Episcopal, reivindicó la pasada semana el papel de la Iglesia en la Transición y durante las cuatro décadas de la España constitucional. Fue no solo un homenaje a grandes personalidades eclesiásticas como el cardenal Tarancón, Elías Yanes o Gabino Díaz Merchán, sino también a las incontables figuras públicas y a ciudadanos anónimos que, animados por su fe, han volcado todos sus esfuerzos en mejorar el país que recibieron en herencia.
Una historia que ni mucho menos ha terminado. «Quiero seguir reivindicando la labor que hace la Iglesia en España con cifras objetivas», dijo Pablo Casado, aportando una batería de datos sobre la acción social, educativa o cultural de la Iglesia.
Fernández Vara, por su parte, aludió a sor Cristina Arana, una hija de la Caridad a la que hace unas semanas impuso la medalla de Extremadura por su trabajo en comedores sociales o con población penitenciaria, como «ejemplo de lo que significa el papel que representa esa Iglesia callada que no aparece en ningún sitio pero que forma parte de nuestras vidas, que forma parte de nuestras parroquias, de nuestra cotidianidad». Cuando, en su propio partido, alguien propone que «hay que revisar los Acuerdos con la Iglesia», el presidente extremeño suele responderle «con mano izquierda» que «igual, cuando se revisen, nos llevamos una sorpresa y nos damos cuenta de lo que significan para la España social el papel que desempeña la Iglesia, con las Cáritas, las hermanitas de los pobres» y toda «esa red tupida de atención social».
Tocaba reivindicar lo que une, más allá de una genérica alusión a polémicas leyes aprobadas por gobiernos socialistas en estos 40 años de democracia que han generado malestar en la comunidad católica. «Hablar de leyes morales es muy delicado», respondió Vara, ya que «alguna de esas leyes morales, Pablo, habéis llegado al Gobierno luego y no las habéis cambiado». Ahí quedó la invitación abierta a un nuevo debate.
La Transición empezó… en el 46
La convicción de que era necesario tender puentes llegó muy pronto a la Iglesia, o al menos a un parte considerable de los católicos. Según el sociólogo Rafael Díaz Salazar, desde el punto de vista eclesial, la Transición se remonta a 1946, con la llegada de la Juventud Obrera Católica (JOC) y el nacimiento de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), «promovida por Guillermo Rovirosa, una persona que no había sido cristiana, pero se convierte en la edad adulta y toma conciencia de que la Iglesia en España solo había tenido una presencia entre los burgueses y aristócratas, pero no entre los obreros».
Se trataba de personas que, «antes de ir a las fábricas, iban a Misa por la mañana muy temprano». Tenían «una religiosidad muy fuerte» y «encarnada». Tras encomendarse a «Cristo obrero», analizaban su realidad concreta en las fábricas, barrios y familias, y a parir de ahí, «tomaban un compromiso de acción».
En estos movimientos sitúa Díaz Salazar el núcleo de una de las más importantes corrientes de la oposición al franquismo. Cuando, a finales de los años 60, empieza a gestarse la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes, el obispo Ramón Echarren –licenciado en Ciencias Sociales por Universidad de Lovaina– realiza una encuesta al clero español en la que, para sorpresa de muchos, incluye preguntas sobre sus preferencias políticas. Solo el 10 % del presbiterio se identifica con el régimen, dato que descendía al 4 % entre los menores de 30 años. Aún más llamativo: la mayoría de curas se sitúa en posiciones de izquierda, casi el 40 %, o el 60 % excluyendo de la encuesta a los mayores de 30 años.
Esto explica las buenas relaciones ya en los últimos años del franquismo entre un sector de la Iglesia y militantes del todavía ilegal Partido Comunista. Entre los abogados asesinados o heridos en la Matanza de Atocha en el 77 había varios militantes cristianos que, cada día, al marcharse a su casa, «se iban a estudiar teología en grupo o a celebrar la Eucaristía. Sin personas así, no se hubiera hecho la Transición», cree Díaz Salazar.
La estampa de la colaboración
Pero no hacía falta adoptar posiciones de izquierda para comprender que España necesitaba cerrar las heridas de la guerra, replicó Rodolfo Martín Villa, gobernador civil de Cataluña a la muerte de Franco y ministro en los sucesivos gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. El primer intento de reconciliación desde la derecha data de 1936, con los llamados los siete de Burgos (Laín, Luis Felipe Vivanco, Antonio Tovar…). «Son azules disconformes con el régimen, que consideran que no está cumpliendo con sus obligaciones, y a la vez católicos que reprueban la actitud de la jerarquía, a la que reprochan estar mirando hacia otro lado ante los excesos que están pasando».
A esa tradición de «azules cristianos» pertenece el propio Adolfo Suárez, de quien –parafraseando el salmo– su antiguo colaborador dijo que «los lunes, miércoles y viernes había bebido de las “fuentes tranquilas” de la Acción Católica de Ávila, mientras que los martes, jueves y sábados descansaba en las “verdes praderas” de los campamentos azules».
«¿Toca buscar discrepancias entre el franquismo y la Iglesia? Pues juguemos a eso, pero entonces también encontraremos concordancias excesivas», remachó Rodolfo Martín Villa. «Es como si yo dijera ahora que no había nacido el 20 de noviembre de 1975 y no tuve nada que ver con el régimen», añadió.
Más allá de los protagonismos personales, lo que se produjo, a su juicio, fue un cambio sociológico de colosales magnitudes. «No hubo milagro en la Transición. El milagro ya se había producido 15 años antes», tres lustros en los que la economía española creció a ritmo vertiginoso y situó a país como la décima potencia industrial del mundo, con un 80 % del PIB per cápita europeo. La población universitaria se multiplicó por 15, con un 40 % de mujeres.
Todos esos cambios vinieron acompañados, en el ámbito eclesial, por el Concilio Vaticano II, que «plantea el principio de libertad religiosa dentro del conjunto de las libertades públicas», de modo que, al llegar la hora decisiva, «la cuestión religiosa había dejado de ser un problema y se había convertido en parte de la solución».
De manera muy directa lo experimentó Martín Villa con la amnistía de 1977, de la que solo se excluyó a los autores de la recién perpetrada matanza de abogados laboralistas de Atocha. No así a los terroristas de ETA, de la que el Gobierno aún esperaba que dejara de asesinar.
Al entonces ministro de Gobernación no le preocupaban tanto los ultras que le solían increpar en los entierros, como las familias de las víctimas. «Nos reunimos a cenar Tarancón [arzobispo de Madrid], [el cardenal de Barcelona] Jubany, [el obispo auxiliar de Madrid] Echarren, Juan Rosón [gobernador civil de Madrid], Pío Cabanillas [ministro de Cultura] y yo. Les dimos la lista de familias de todos los asesinados por ETA, y los obispos contactaron con todas ellas. De ese modo, no tuvimos ningún problema con ellas para acordar la amnistía».
Sobre el papel de la Iglesia en la Transición, concluyó Rodolfo Martín Villa, «prefiero esta estampa, la de la colaboración, a otras que he podido escuchar esta mañana».
En España sí existe un gran pacto educativo: se trata del artículo 27 de la Constitución, que reconoce el derecho universal a la educación y la libertad de elección de los padres, responsables entre otras de decidir «la formación religiosa y moral» que quieren para sus hijos. En esa valoración coincidieron el cardenal Antonio Cañizares y el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba. Fue el artículo de la Carta Magna que provocó las más arduas polémicas. Logrado ese acuerdo, en el que «todos tuvimos que ceder», ahora «el 27 es de todos. Este es el consenso educativo», sentenció el exministro de Educación, exvicepresidente del Gobierno y ex secretario general del PSOE.
Los conciertos educativos que pusieron en marcha los gobiernos de Felipe González «son el desarrollo exacto de la Constitución», abundó Rubalcaba, quien pese a reconocer que «este no es un tema tranquilo en la izquierda política», se declaró un «gran defensor de este modelo», que permite a las familias la libre elección efectiva de centro.
El histórico socialista defendió también la asignatura de Religión en los términos planteados por el cardenal Cañizares: de oferta obligatoria para los centros y de elección libre para los padres y «evaluable», aunque –añadió el arzobispo de Valencia– eso no significa que deba «pasar al expediente». «Iba a decir amén», bromeó el histórico líder socialista. «Eso era la LOGSE».
Ciertos conocimientos de la religión católica –añadió Rubalcaba– son necesarios para «no acabar convertido en un inculto» o «poder visitar el Museo del Prado y entender algo». Pero además hoy, en una sociedad cada vez más plural, son necesarios conocimientos sobre las demás religiones de modo que estas contribuyan a la convivencia y «no sean instrumentos para atacar al que no piensa como tú».
Los duelos dialécticos entre cardenales y personalidades socialistas fueron uno de los principales atractivos del congreso La Iglesia en la sociedad democrática. En la apertura, el cardenal Fernando Sebastián, estrecho colaborador de Vicente Tarancón, defendió que los creyentes «tenemos que aceptar con serenidad las consecuencias de vivir en un régimen de libertad» y «no debemos tener miedo », ya que «la fe es esencialmente libertad». Aunque «ahora somos menos los católicos», sin embargo «podemos vivir la fe con mas autenticidad y más fuerza existencial y personal».
El arzobispo emérito de Pamplona calificó de «cierto resabio totalitario» y «síntoma innegable de falta de espíritu democrático» algunas actitudes en «la izquierda y los movimientos laicistas», a los que les cuesta admitir que «los católicos somos ciudadanos como todos los demás, con derecho a participar en la vida democrática». Y concluyó apelando al «diálogo sincero y permanente». «Nos conocemos poco», dijo. «Nos hemos juzgado y criticado y condenado demasiadas veces». «En las ciudades, en los centros, en las parroquias… tendrían que multiplicarse los encuentros entre creyentes y no creyentes para analizar juntos los problemas comunes y buscar juntos soluciones comunes que sean buenas para todos».
La exvicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, actual presidenta del Consejo de Estado, respondió con una defensa de una mayor separación entre Iglesia y Estado, puesto que «cuando se confunden los ámbitos de cada cual, llegan los problemas». En esa línea, abogó por una nueva ley de libertad religiosa, un proyecto que su Gobierno dejó inacabado y que figuraba en el programa electoral con el que Pedro Sánchez se presentó a las elecciones. Por último, De la Vega criticó el a su juicio déficit en igualdad de género en la Iglesia, donde las mujeres son mayoría, pero «quedan relegadas a un segundo plano y se les corta el acceso al sacerdocio, y con él, a las estructuras de poder eclesiástico».