Carta a un Papa catequista
Querido Papa Luciani, ¿por qué no te nombran copatrono de los catequistas? Con san Pío X, tendríamos a dos excepcionales patriarcas de Venecia
Te escribo al modo de aquel inolvidable libro tuyo, Ilustrísimos señores. Esta correspondencia con personajes reales y literarios, salpicada de oportunas anécdotas y comentarios, acompañó a muchas personas en las últimas décadas, y sigue siendo una ayuda valiosa y simpática para los catequistas.
Cuando algunos piensan el Papa Luciani se quedan en lo anecdótico: se preguntan qué habría pasado si hubieras vivido más tiempo o se ponen a especular sobre tu repentino fallecimiento. Externalizan tanto al personaje que no reflexionan sobre las enseñanzas de un Pontífice que es un modelo para nuestra vida cristiana.
Pese a todo, me gusta meditar los capítulos de Ilustrísimos señores. Entre mis favoritos está la carta dirigida al obispo francés Félix Dupanloup, cuyo sepulcro tuve ocasión de ver en la catedral de Orleáns, y recordé entonces lo que le decías a este eclesiástico del siglo XIX que tanto se distinguió en la educación de la juventud y en la enseñanza del Catecismo.
Creo que te gustó escribir esta carta porque te considerabas un catequista, obispo y Papa catequista, en el espíritu de san Pío X. A menudo un catequista puede experimentar la sensación de fracaso, o de insatisfacción, pero suele ser porque llega a convencerse de que no ha encontrado las palabras adecuadas para persuadir a niños y adolescentes. A lo mejor piensa que los textos del Catecismo son excelentes, aunque él no sea la persona más adecuada para transmitirlos, o quizás la culpa la tienen unos alumnos insoportables. Puede correr además el riesgo de reducir la enseñanza a una tarea humana, en la que parecen importar, ante todo, las técnicas psicológicas o sociológicas.
Estos catequistas deberían convencerse, aunque esa labor corresponde al Espíritu, de que tan solo son instrumentos en manos de su Maestro, que suple sus carencias. Citaré unas palabras que pronunciaste, el 6 de enero de 1959, en una homilía en tu pueblo natal, Canale d’Agordo, al poco de ser nombrado obispo de Vittorio Veneto: «Estoy pensando en estos días que conmigo el Señor actúa con su viejo sistema: toma a los pequeños del barro de la calle y los levanta, saca a la gente del campo, de las redes del mar, del lago y los hace apóstoles. Es su viejo sistema. Hay ciertas cosas que el Señor no las quiere escribir sobre el bronce, ni sobre el mármol, sino directamente en el polvo para que si la escritura permanece y no desaparece, dispersada por el viento, quede bien claro que toda obra y todo mérito es únicamente del Señor». Los Papas, los obispos, los sacerdotes, o los cristianos laicos tenemos que considerarnos instrumentos que se dejan moldear por Dios. ¿No está llena la Sagrada Escritura de ejemplos de personas que no siguen la mera lógica humana sino los designios de Dios? ¿No cumple Jesús la voluntad de su Padre? Los frutos obtenidos por un catequista, si llegara a contemplarlos, se deberán a la gracia y la misericordia del Señor.
En un ensayo sobre la catequesis, publicado en 1949, sales al paso de quienes creen que la catequesis cristiana está superada y hay que sustituirla por otras propuestas: «¿Insistimos en la dignidad humana? Los pequeños no saben en qué consisten, y a los mayores les importa poco. ¿Y si destacamos el imperativo categórico? Peor aún… También se dice que la filosofía y la ciencia son capaces de hacer buenos y nobles a los seres humanos. Pero no tienen punto de comparación con el Catecismo, que enseña en forma breve la sabiduría de todas las bibliotecas, resuelve los problemas de todas las filosofías y satisface las búsquedas más esforzadas y difíciles del espíritu humano». Haces una invitación a no dejarse llevar por las apariencias, pues en el catecismo está insertada la Palabra de Dios, penetrante como espada de doble filo (Heb 4, 12), y las éticas humanas, por bienintencionadas que sean, no están a su altura.
Los catequistas pueden además tener otra tentación: considerar que sus enseñanzas rutinarias. Preocupados por la forma, pueden equivocarse en el fondo. ¿Para qué sirve memorizar las verdades de la fe cristiana? ¿No son fórmulas áridas? Tenías la capacidad de adelantarte a esas objeciones, y sorprendías con ejemplos expuestos con toda espontaneidad, como en la homilía a los catequistas de Venecia el 29 de octubre de 1977: «Se dice que las fórmulas son áridas. También la cerilla parece seca pero, si se frota, se convierte en una llama. Aquí en el Véneto tenemos a santa Bertilla Boscardin, que conocía las verdades del Catecismo. Cuando era niña, el párroco le había dado un Catecismo, que se llevó a su convento. Lo leía y releía de continuo, y lo encontraron en su bolsillo después de su muerte. Estaba muy desgastado, pero de aquellas fórmulas, que parecían áridas, una santa había sabido extraer una santidad ardiente».
Querido Papa Luciani, quiero hacer una propuesta para el futuro: ¿por qué no te nombran copatrono de los catequistas? Con san Pío X, tendríamos como intercesores a dos excepcionales patriarcas de Venecia.