«Aquí no somos humanos». Son las últimas palabras que me dirigió María el jueves pasado. Esta semana iba a cumplir 99 años. Nació en un pueblecito del norte de España. No tuvo una vida fácil: de joven se trasladó a Madrid, donde trabajó duramente para salir adelante, y lo consiguió gracias a su esfuerzo y a su espíritu de luchadora. Siempre tuvo mucho ánimo y ganas de vivir. Desde hace varios años estaba en una residencia de ancianos. Allí la conocí hace año y medio. Me impresionó su simpatía y su alegría. A la pregunta: «¿Cómo estás?», siempre respondía: «Muy bien, no me puedo quejar». Estaba llena de vida, y no solo acumulada. Este invierno fue duro para ella y estaba más débil. Pero no solo físicamente. En los últimos meses muchos le repitieron «A tu edad, ¡qué puedes esperar!», y acabó creyendo que ya no podía esperar nada. Le robaron las ganas de vivir. Falleció al día siguiente, coincidiendo con la Jornada Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez. Robar la esperanza es abusar del débil, la falta de amor es una forma de maltrato.
Qué gran contradicción la de este mundo que, con el progreso de la medicina, ha logrado conquistar más años de vida pero que convierte esta conquista en una maldición, pues los ancianos muchas veces se ven como un estorbo. Las palabras de María son la voz de muchos ancianos que viven aparcados en lugares que parecen salas de espera de la muerte. Lugares donde la soledad ahoga la humanidad porque, por más que se disfrace con comodidades, la soledad es siempre soledad. Y la soledad mata.
Urge humanizar este mundo nuestro, devolver la dignidad a la vejez, integrar a los ancianos en la vida social con una propuesta de vida plena, útil y feliz. Sin los ancianos, nuestra sociedad no tiene sentido ni futuro. Y nosotros tampoco. El amor es la medicina más eficaz para vivir. Todos la tenemos en nuestras manos, pero a veces nos olvidamos de suministrarla a los demás. Bastaría con una pequeña dosis de esta medicina cada día para que todos viviéramos mejor.
María, has sido un ser humano extraordinario. Antes de despedirme pude decirte «te quiero», y me regalaste tu última sonrisa. Descansa en paz.