El estudio científico del perdón por parte de la Psicología comenzó hace muy pocas décadas, pero este retraso se ha visto plenamente compensado con el elevado y creciente número de investigaciones sobre sus determinantes, consecuencias y modos de fomentarlo. Sin embargo, las principales religiones y de modo especial la cristiana, destacan ya desde hace milenios o siglos la importancia del perdón y exhortan a su práctica.
La filósofa Hannah Arendt, pionera en señalar el papel fundamental del perdón interpersonal, afirma que «el descubridor del papel del perdón en los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret», y añade que el contexto y el lenguaje religioso no son razón para valorarlo menos en un sentido estrictamente secular. El profesor de Psicología Everett Worthington, autor de un gran número de estudios sobre el perdón –y que lo practicó con el asesino de su madre antes de cumplirse un mes del crimen–, reconoce el origen divino del perdón y afirma que es uno de los rasgos de la imagen de Dios, grabada en lo más profundo del ser humano.
Se ha dicho que es más difícil definir el perdón que perdonar de verdad. El acuerdo es mayor al concretar lo que no es que lo que es. No es ignorar, excusar olvidar la ofensa (para perdonar hay que recordar), ni indultar. Como mínimo, es excluir la venganza y reducir las emociones negativas (odio, ira, resentimiento…); para algunos, es necesario, además, sobre todo en las relaciones más valiosas (amigos, pareja), reactivar las emociones positivas.
El profesor Michael McCullough señala la función de la venganza para controlar la agresión, pero destaca también las raíces no menos profundas del perdón, e incluso sugiere la existencia de un «instinto de perdón». Observaciones controladas de primates no humanos evidencian algunas conductas de reconciliación tras la ofensa. La reconciliación y el perdón suponen una importante ventaja evolutiva, porque restauran y aseguran la unión del grupo, esencial para la supervivencia. La venganza, por el contrario, provoca una escalada de reacciones desintegradoras y destructoras.
Además de reparar relaciones sociales valiosas, se han probado las consecuencias positivas del perdón para la salud mental y física. Porque, efectivamente, el perdón neutraliza el odio, la ira y el resentimiento que, lejos de suavizar el dolor de la ofensa, lo avivan. El perdón constituye una liberación interior, pues el que perdona deja de estar centrado en la ofensa y de depender del ofensor. Como afirma Lewis Smedes, «perdonar es poner en libertad a un prisionero y descubrir que ese prisionero era uno mismo».
Perdonar supone un complejo y largo proceso –no un simple sí o no–, que comprende, además de excluir la venganza, cambios y reajustes emocionales, cognitivos y conductuales. Favorece este proceso tratar de ponerse en el lugar del otro, sin que esto signifique justificar la ofensa. Perdonar no es olvidar, pero conviene evitar el exceso de memoria y advertir que el recuerdo es más reconstrucción o interpretación que una reproducción fiel de la ofensa. Cuando no resulta expresamente desaconsejable, el acercamiento y contacto con el ofensor favorece el perdón y la neutralización de los prejuicios.
La observación e interiorización de modelos de perdonar, como Jesús de Nazaret, son una importante ayuda en el camino del perdón. Sobre todo, el fomento de las emociones positivas, como la gratitud y la compasión, que constituyen un eficaz antídoto contra los fluidos tóxicos de la venganza. Advertir también la predicción errónea de que la venganza resultará dulce, cuando en la realidad no pierde su amargor.
Por supuesto, no es lo mismo una ofensa leve que un asesinato. Varios pensadores han mostrado su actitud negativa o reticencia a perdonar lo que consideran imperdonable, concretamente, genocidios como el Holocausto. Para el filósofo francés Vladimir Jankélévitch «el perdón murió en los campos de la muerte». Pero, aunque muy difícil, siempre existe «la posibilidad de lo imposible».
Perdonar es siempre un don gratuito de la víctima (per-donare), que ningún ser humano le puede exigir. Tampoco resulta aconsejable el perdón indiscriminado cuando favorece la revictimización, como puede ocurrir en la violencia familiar, pues perdonar no es dejar de ser asertivo ni convertirse en «felpudo humano».
Perdonar, como pedir perdón, no son signos de debilidad, sino expresión de fortaleza interior y de autoestima sana. Convencernos de esto fomentará la cultura del perdón y de la reconciliación, tan necesarias en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Lo expresó con claridad el arzobispo anglicano Desmond Tutu, líder de la reconciliación en Sudáfrica y premio Nobel de la Paz: «Sin perdón no hay futuro».