Se equivocaron los estudiosos –ilustrados, marxistas, evolucionistas, positivistas y cientificistas– que aseguraban que la religión es un producto de la «infancia de la humanidad» que desaparecería en beneficio de la racionalidad y la ciencia. No ha sido así. Se equivocó Friedrich Nietzsche al levantar acta de la defunción de un Dios que, para millones de creyentes, sigue vivo. Se equivocaron quienes pensaron que, superada la religión, el Hombre, o el Superhombre, o la Razón, o la Revolución, o el Progreso, ocuparían el lugar del Dios destronado. Tampoco ha sido así.
La religión sigue ahí y Dios sigue ahí. Y no desaparecerán, porque el ser humano es, por naturaleza, un homo religiosus. La religiosidad –sea cual sea su expresión– es una característica, una facultad, una necesidad y una manifestación íntima del ser humano. Tan es así, que bien puede decirse lo siguiente del ser humano: por su vivencia religiosa le conoceréis.
La secularización de la sociedad contemporánea no conlleva la desaparición de la religiosidad o la espiritualidad. Lo contrario es cierto: aparecen o reaparecen nuevas y viejas formas de religiosidad o espiritualidad. El desencanto religioso no supone la desaparición de la trascendencia. Ahí está la aparición o reaparición de nuevas y viejas formas de la trascendencia. De la providencia divina a la providencia terrenal. De la bienaventuranza celestial a la bienaventuranza mundana. Las creencias se multiplican. El ser humano amplía el campo del sentido y de lo sagrado. En definitiva, el hombre sigue creyendo y las creencias se incrustan en el comportamiento del ser humano. Con toda probabilidad, las creencias son indispensables para otorgar sentido a la vida. Aunque, también puede ser cierto que, para algunos de nuestros contemporáneos, el sentido se encuentre en el sinsentido.
Sabemos que la religión –entidades trascendentes, credo, ritos, comunicación, comunidad, valores, modelo de conducta, sanciones y recompensas en esta o la otra vida– está en nosotros y entre nosotros. ¿Y ahora en qué creemos? Dios no ha muerto. Pero, han emergido muchos dioses menores que permiten hablar del retorno del paganismo. Esto es, un politeísmo que marca la vida cotidiana de una parte importante de la ciudadanía, que aparece por doquier y en cualquier circunstancia. Que se adueña del espacio privado y público. Un paganismo rutinario, banal, familiar, difuso, omnipresente y versátil que orienta la conducta del ciudadano y tiene respuesta para todo y para todos. ¿Un catecismo laico? Afirmativo. ¿Una escatología laica sustitutoria? Afirmativo. Y de muchas creencias que complacer, de muchas necesidades que satisfacer, de muchas formas y modelos de vida que representar; de todo ello, surge un paganismo –un politeísmo– de amplio espectro. Nada nuevo en la historia del ser humano. Vivimos –enésima resurrección– en una sociedad marcada por el paganismo o lo pagano. Una manera de aprehender el mundo así como un determinado sistema de creencias y valores. Y deseos, ilusiones y esperanzas. También, un código de conducta. Vale decir que el paganismo secularizado de nuestro tiempo no rechaza la espiritualidad, ni la experiencia de lo sagrado, sino que elige una espiritualidad y una experiencia de lo sagrado distintas. Un paganismo que entiende el bien o lo moral como realidades inmanentes. Un paganismo que no es agnóstico, ni descreído, ni indiferente, ni ateo. Una manera particular de relación entre el hombre y el mundo. Y entre el hombre y el hombre. Lejos de desacralizar el mundo, el paganismo lo sacraliza. A su manera.
Una sociedad pagana en un mundo secularizado. Recurramos a la etimología: el saeculum frente al aeternum. El aquí y el ahora frente al más allá y el después. Incluso, contra el más allá y el después. El presente contra el futuro. Gana el presente. Lógico en una época que parece haber desterrado la posibilidad del futuro. Hoy se piensa el presente y en presente, se vive el presente y se hacen planes para el presente. El futuro ha entrado en crisis. Por eso, los dioses paganos de nuestro tiempo remiten al presente. Y por eso, los ciudadanos creen en los nuevos dioses del presente. Recurramos otra vez a la etimología. Credo: «Ofrecer el corazón, la fuerza vital, esperando una recompensa». Sí. Pero, recompensa aquí y ahora. Una sociedad instalada en el siglo. Corolario: un hombre que cree, confía, se encomienda, imita o adora a unos dioses mundanos.
Pero, ¿qué dioses? Entre otros, los siguientes: la naturaleza o la madre nutricia, el animal o el hermano lobo, el cuerpo o la imagen, el Estado o la protección, la meditación o la conexión con la transcendencia, el sexo o el placer, la velocidad o el reino de lo instantáneo, el deporte o el culto al atleta, la gastronomía o el deleite del gusto, lo frívolo o el culto a lo superficial, el mercado o el templo sagrado del dinero, Internet o la omnipresencia, la omnisciencia y la omnipotencia. Y, finalmente, como no podía ser de otra manera, el culto al Yo o ese querer ser Dios y no permitir que Dios sea Dios.
En este contexto, la creencia en un solo Dios ha devenido una opción más. Sin embargo, el paganismo no ha conseguido eliminar la existencia de lo religioso en la vida del ser humano. A fin de cuentas, el Hombre sigue apuntando a la relación con el absoluto y la salvación. Aunque se trate de una relación secularizada, de una trascendencia en la inmanencia, de una espiritualidad laica, de una vida anclada en el ideal griego del instante eterno que valora el presente como lo irremplazable.
En cualquier caso, el paganismo contemporáneo está ahí. Y con él ha llegado la apariencia y la representación, la sociedad del espectáculo, el aristocratismo y supremacismo espirituales, el complejo de Apolo de quien pretende iluminar al mundo con su sabiduría, y la licencia pagana que daría derecho a todo.
Vuelve la espiritualidad pagana –que aspira a ocupar el lugar del Cristianismo– en sus diversas manifestaciones. Pero, ¿de qué estamos hablando? No solo de creencias y experiencias pseudoreligiosas, pararreligiosas, mágicas o místicas. Estamos hablando de concepciones del mundo, de la necesidad de mitos y ritos, de estilos de vida, de cultivo del mundo interior, de actitudes, de formas de interrelación, de alternativas a la tradición, de emociones, ilusiones, deseos, anhelos, frustraciones y esperanzas que no pueden entenderse o «realizarse» sin el auxilio de la religión o la creencia. Y, también, del reencantamiento del mundo y la superstición.
La pregunta: ¿merece la pena –incluso desde posiciones agnósticas– minusvalorar o abandonar un Cristianismo que, con todas las críticas que se quiera, ha estructurado nuestra cultura y nuestros valores: el sentido de la vida, la dignidad de la persona, la hospitalidad, el perdón, la piedad, la solidaridad, la compasión, la cohesión social y un Occidente que muchos repudian sin saber lo que está en juego?
Claudio Magris: «Nietzsche profetizaba, en un futuro que para nosotros es ya en parte presente, la muerte de Dios, celebrándola como una liberación. Tanto la religión como la ciencia sufren ahora la agresión de la indecente y ramplona orgía irracionalista, con toda su morralla de horóscopos, parapsicología, astrología, ocultismo, espiritismo y demás majaderías». (La historia no ha terminado, 2008).
Miquel Porta Perales / ABC