¿Por qué, Señor, te llevas a los mejores?
Señor, Señor… ¿Por qué te has llevado a Alfonso, esposo ejemplar, padre ejemplar, amigo ejemplar? ¿Por qué ahora, cuando aún tenía tanta vida que dar, tanta sabiduría que compartir, tanto que aportar?
Pero es tuyo, Señor. Siempre fue tuyo antes que nadie. Era estar con él y todo remitía inmediatamente a ti, naturalmente a ti, profundamente a ti.
Nunca olvidaré su tono de voz. Hasta en la voz irradiaba certidumbre, irradiaba confianza, irradiaba seguridad. Sin compararlo contigo Señor pero, creo que el Eterno Padre le dio esa voz para que pudiéramos los demás encontrar en su palabras certidumbre, confianza y seguridad. Porque no me negarás que compartía humanamente contigo, a su nivel, que «hablaba con autoridad». Sus palabras iban precedidas por su oración, por su convicción, por su experiencia.
Daba igual que hablase de familia, de política, de economía, de comunicación, de educación, de derecho (todas ellas cosas que le apasionaban), porque al final detrás de cada una de estas palabras había una sola: «designio de Dios».
Gracias Señor. Como a mi, yo creo que a media España, y a gran parte de América, no nos ha sido difícil entender lo que significa la vocación de los «laicos cristianos» a la santidad, porque leyendo el Concilio Vaticano II, o el magisterio de Juan Pablo II sobre ello, veíamos a Alfonso. El era así, él es así: el laico cristiano, templado y apasionado a la vez, prudente y valiente a la vez, cabal y leal.
Gracias Señor. Fue siempre leal. Muy leal. Un día al salir de su despacho, tras una larga conversación sobre un asunto muy delicado, pensé: «Para Alfonso servir es servir con lealtad». Fu su distintivo. A su familia, a sus amigos, y sobre todo a la Iglesia. Leal a la Iglesia hasta al final, contra viento y marea, incluso cuando los vientos y las mareas venían de dentro. Por el bien de la Iglesia lo daba todo, perdonaba todo, aguantaba todo.
Lealtad y humildad. Nunca conocí a alguien tan envidiable en las capacidades humanas, intelectuales, y sociales de Alfonso y al tiempo tan humilde. Un día le pregunté que si no se cansaba de tanto agradecer. Siempre, en cada reunión de trabajo, en cada acto público, para él no contaba el tiempo para dar gracias. Siempre me decía: «Manuel, el día en que dejemos de decir perdón y gracias, pidamos ayuda, porque entonces es que la cosa va mal».
Gracias Señor. Aunque no entendamos porque has permitido que partiera tan pronto de aquí. Pero cada hora, cada minuto, que pudimos gozar de su amistad, fue un regalo del Eterno Padre, y tuyo, y del Espíritu. Aunque apenados, nos sostiene la fe en ti, que en él era lo más importante. ¿Qué digo? Lo único importante. Un día me dijo: «Bien lo sabemos, todos te pueden fallar, pero Dios no falla nunca». Y nos conforta saber que su santo viaje lo ha hecho bien. Porque en el viaje de su vida sólo hubo cuatro coordenadas para no perderse, las de las cuatro semanas de los ejercicios espirituales, que le orientaron vitalmente desde muy joven. Y una sola dirección: la encabezada por tu bandera, Señor.