Julián Marías tenía tal veneración por la verdad que, siendo un niño de seis años, hizo solemne promesa de no mentir nunca, algo que cumplió siempre: era su mayor satisfacción. A los diecinueve años, en el Santo Sepulcro hizo una petición que le fue concedida: «Dios mío, dame una vida intensa y llena de sentido cristiano».
Finalizada la Guerra Civil fue encarcelado debido a la acusación calumniosa –motivada por la envidia– de un antiguo amigo suyo. Nunca le guardó rencor. Al salir de la prisión ganó el Premio Extraordinario de Licenciatura en Filosofía, pero se vetó la lectura de su nombre, como también le impidieron doctorarse y ser profesor. Tampoco nunca quiso vengarse.
En 1941 contrajo matrimonio, en celebración oficiada por su buen amigo Manuel García Morente, antiguo Decano de la Facultad. Pasó con su mujer apuros económicos; tuvieron cinco hijos, el primero de los cuales murió de niño, un episodio que no puede ser leído sin emocionarse en sus Memorias, obra que por sí sola testifica elocuentemente sobre las virtudes heroicas del que es quizá el mejor filósofo de nuestro tiempo.
Cuando murió Ortega, en 1955, Marías escribió que esperaba seguir conversando con él: «Como creo en la vida perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga». Tan conocida era por sus ilustres amigos la marcada fe que Julián Marías tenía en la resurrección, que solían preguntarle por ella. Al borde de los cien años, Ramón Menéndez Pidal, cuyo sueño eran los juglares que tanto estudió toda su vida, le preguntaba: «Marías, ¿cree usted que podré ver a los juglares?» Respondió diciendo que esperaba que sí y que «yo contaba con hacerle más de cuatro preguntas a Aristóteles».
En la muerte de su amigo Azorín, escribió: «Creo que ahora tendrá Azorín, ante sus ojos nuevamente abiertos, todo lo que fue mirando con amor durante casi un siglo». A la mujer de Aranguren, cuyo hijo deficiente acababa de morir, le dijo: «Ahora tu hijo ya es normal; tiene todas las facultades que aquí no tenía».
Cuando murió su mujer, Julián Marías quedó tan abatido que cuenta: «Me sostenía más que la profunda fe en la resurrección, la evidencia de que la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal, de que volvería a verla y estar con ella». Hay «personas que tienen una fe muy fuerte y, cuando piensan en alguien que ha muerto, dicen: Esta persona debe estar en el cielo, en un estado de felicidad absolutamente perfecto ante la presencia de Dios. Y yo me alegro mucho de ello. Estoy seguro que mi mujer merece esa felicidad: ¡Lolita era de una bondad realmente increíble! No he conocido a otra persona tan buena como ella. He repasado toda nuestra vida juntos y he intentado acordarme de algo menos bueno, algún momento en que ella hubiera sido menos generosa: no lo he encontrado».
Sus Memorias terminan diciendo que su esperanza en la inmortalidad y en la resurrección de la carne se refiere, más que a él, a las personas «a quienes siento necesarias e imprescindibles para seguir siendo quien soy».
Enrique González Fernández
Profesor de Filosofía
Universidad San Dámaso