Después de más de 2.000 años de cristianismo, el mensaje de Jesús ha llegado hasta los rincones más remotos del mundo. En el pueblecito de Guffa (Sudán del Sur) hace dos años, durante mi primera visita allí en domingo, me esperaban para celebrar la Eucaristía. Celebramos de manera humildemente poderosa el recuerdo de Jesús de Nazaret, nacido pobre y excluido. Cantando a grito pelado al son del tambor, bajo un techumbre de paja. La Misa era una auténtica rareza en una comunidad rural tan remota, que recibe la visita del sacerdote una vez al año, con suerte.
La parroquia de Maban fue fundada hace treinta y pico años por un comboniano, pero la guerra entre el norte y el sur afectó mucho a esta región. La mayoría tuvo que abandonar la zona y la iglesia sobrevivió de milagro a varios bombardeos. En 2011, después de la declaración de independencia de Sudán del Sur, parecía que soplaban vientos de paz. Pero poco duró esa libertad tan anhelada. La guerra civil que estalló en 2013 y que no da signos de amainar ha dejado miles de muertos, millones de desplazados y una sensación terrible de fracaso.
Vivir pendiente del sonido distante de bombardeos y de las metralletas al principio a uno le acongoja un poco. Uno nunca llega a acostumbrarse. Pero quizá lo más difícil de asumir es la incertidumbre, el no saber cuándo volverán los combates. El tener que estar pendiente, preparado, alerta.
El otro día me encontré de nuevo al catequista de Guffa en el mercado. Me compartió la misma sensación de desasosiego y explicó con ojos tristes que apenas queda nadie en el pueblo, la gente se ha desplazado a zonas menos expuestas. Recordando aquella Eucaristía me surge un gran deseo de poder volver a Guffa sabiendo que la paz ha llegado finalmente, que no tendrán que marcharse de sus casitas nunca más. En medio de tanto dolor, el mensaje del Evangelio es pan partido y vino derramado como actualización de aquella promesa: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».