Scquizzato: «Tus pecados no te alejan de Dios; son la ocasión para unirte a Él»
El escritor italiano Paolo Scquizzato, autor de Elogio de la vida imperfecta (Paulinas) ha estado estos días en Madrid para presentar su obra. Scquizzato pertenece a la comunidad de sacerdotes del Cottolengo, se dedica a la predicación y a la formación espiritual, principalmente del laicado y dirige la casa de espiritualidad Mater Unitatis de Druento (Turín)
¿Por qué escribir acerca de la fragilidad humana? ¿Y por qué ha suscitado tanto interés?
¡Yo mismo también me lo pregunto! Estamos viviendo una época de grandes fragilidades, de muchos límites, de personas muy solas y muy frágiles, en lo personal y en nuestras relaciones. Cuando alguien se ve así, parece que es como una mancha, como una imperfección, ante los demás y también ante Dios. Pero si abrimos el Evangelio, descubrimos que Jesús iba al encuentro de este tipo de personas. El Evangelio te dice que si tú experimentas la fragilidad, la debilidad, el pecado, entonces no estás lejos de Dios; es más, es la ocasión para unirse a Dios. La gente, cuando experimenta esto, encuentra en su fragilidad y en su pecado un sentido. El límite es el lugar donde Dios nos visita, y donde podemos hacer experiencia de Él. Mucho moralismo católico nos ha hecho creer que el pecado nos aleja de Dios, pero no es así. Es el lugar al que Dios puede llegar hasta nosotros. La misericordia de Dios actúa con nuestra miseria como un imán. Hay una atracción entre ambas.
Jesús también dijo: «Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto». ¿De qué perfección habla Jesús?
Es una perfección totalmente contraria a nuestra idea de perfección moral cristiana. Nosotros la entendemos como no tener límites ni pecados; y Jesús la ve como el cumplimiento de nuestra verdadera humanidad, el ser verdaderamente un hombre. No espera de nosotros más que seamos perfectos en el amor, que es lo que nos hace verdaderamente humanos. No se trata de una perfección moral, sino existencial.
Entonces, ¿cuál es la verdadera santidad?
Durante siglos nos han presentado la santidad como algo inalcanzable y lejano. Pero la santidad no es tener como objetivo el estar limpios e impecables, sino hacer experiencia de la misericordia de Dios en el límite de mis pecados. Es hacer experiencia de la propia verdad al mismo tiempo que hacer experiencia del amor de Dios. Eso es ser santo. Un santo no es alguien que no peca, sino alguien que en el pecado conoce el amor de Dios.
¿Cómo convivir con ese «yo» que no nos gusta, que querríamos tapar o dejar atrás?
Las partes más oscuras de nosotros, las que nos dan más miedo, son sin embargo ocasión para hacer experiencia de este amor de Dios. No hay que esconderlas, hay que llamarlas por su nombre, y allí nos encontraremos con Dios. Son ocasión de santidad. Los Padres decían que el pecado es nuestra única riqueza, porque es el único modo de hacer experiencia de la misericordia de Dios. En la parábola de la oveja perdida, la única oveja que recibió la ternura del pastor fue la perdida, no las 99 que se quedaron. El único hijo que recibió el abrazo del padre no fue el hijo que se quedó en casa, sino el perdido, el que estaba enfangado. La santidad reconoce nuestra pobreza y nuestros límites, pero también el abrazo del amor de Dios. Otro ejemplo es el de la perla: una ostra que no ha sufrido la herida en su interior no podrá jamás producir una perla. La perla no es otra cosa que una herida cicatrizada.
¿Dónde entran entonces el esfuerzo y la virtud en la vida cristiana?
El esfuerzo en la tradición cristiana es la ascesis, que no es tanto el empeño para alcanzar a un Dios lejano, sino sobre todo aceptar la propia verdad para dejarse amar por Dios. Y esta aceptación exige mucho esfuerzo y mucha entrega. No se trata de un esfuerzo para llegar al Cielo, porque el Cielo ya ha venido hasta nosotros. Se trata de esforzarse en comprender que estamos ya habitados por Dios. El cristianismo es encarnación, Dios ha venido hasta nosotros, el Cielo se ha hecho carne.
Si pensáramos que esforzándonos conseguimos el Cielo, eso significaría que Dios es un premio, pero el amor no es un premio. El amor es un don. Dios nos ama a todos, pero sobre todo a los más débiles y necesitados. Este camino no es una conquista, sino un experimentar a Dios ya presente.
Simone Weil decía que con la encarnación de Jesús ya no hay escaleras hacia el Cielo, porque Dios se ha hecho carne, es parte de mí, está dentro de mí. Se trata entonces de dejarle entrar y hacerle sitio. Y esto requiere mucho esfuerzo.
Usted vive en un Cottolengo, con personas con discapacidad intelectual. ¿Qué ha aprendido de estas personas?
Lo he aprendido todo. Los pobres, los débiles y los discapacitados son nuestros maestros, porque nos recuerdan que la viva es un recibir, no un hacer, no un esfuerzo. La vida es un abrirse para acoger. Son nuestros maestros en la fe, porque en el fondo son como el Buen Ladrón: un pobre que abre los brazos para decir: «Yo soy esto, solo esto» y, a partir de ahí, lo reciben todo. En el Cottolengo he aprendido que la vida es sobre todo reconocerse mendicantes. La vida es recibir para luego después donarte.