Acabo de ver hace unos días la película Red de libertad, la historia de una red de apoyo y liberación a los prisioneros de los campos de concentración en la Francia invadida por el nazismo. Su protagonista es Helen Studler, hija de la Caridad, y su comunidad, así como un grupo de personas que se fueron sumando a esta causa: personas que habían sido educadas en el hogar de huérfanos que ellas regentaban, trabajadores manuales, mujeres jóvenes del pueblo… personas todas ellas que se negaban a aceptar el odio, la violencia y el racismo impuesto desde el poder, porque el amor es siempre creativo y transgresor cuando lo que está en juego es la es la dignidad de las personas y los pueblos. También hay personas que decían no formar parte de la resistencia, pues sus motivaciones eran políticas, pero sin embargo lo fueron hasta el extremo de aguantar la tortura y la cárcel con tal de no poner en riesgo a sus compañeros y compañeras.
La película está llena de gestos entrañables y proféticos, como cuando Helen descubre a una persona en la sombra y siguiéndola llega a los más invisibles y abandonados del campo de concentración: los prisioneros negros; o como cuando denuncia su situación ante las autoridades, con un discurso que bien podría ser el de Montesinos: «¿Es que acaso estos no son hombres?», o como cuando un compañero se entrega en lugar de otro para que la causa pueda continuar.
Esta red de vida me ha hecho pensar en muchas otras que forman parte de la historia de las periferias, especialmente en los tiempos duros, como siguen siendo los de esta crisis que parece haberse pasado de moda, pero cuyas consecuencias seguimos padeciendo. Redes de vida, redes de amor y transgresión que hacen avanzar la historia cuando parece que no hay salida, a golpes de ternura y amor político (LS 231).