La triste muerte del cardenal Cisneros: el inquisidor castellano humillado por Carlos I de España
En el invierno de su vida, Cisneros, de 81 años, partió con entusiasmo al encuentro del hijo de Juana, por el que se había partido la cara frente a la nobleza castellana; pero el joven monarca retrasó la reunión y dejó que el cardenal se muriera sin concederle su último deseo
Francisco Jiménez de Cisneros, el cardenal, inquisidor y político más influyente de España, sostuvo el Reino de Castilla en uno de los peores momentos de su historia. En 1506, la muerte de Felipe I de Castilla, El Hermoso, sumió a Juana de Castilla en la locura. Junto a parte de la Corte, la hija de los Reyes Católicos se echó con el cadáver de su marido a los caminos castellanos, afectados por una gran epidemia de la peste negra, y dejó el reino en el desgobierno más absoluto.
Cisneros, fiel consejero e inquisidor general en tiempos de Isabel La Católica, intentó en ese momento domar el caos. La peste, que probablemente mató al anterior Rey, campaba a sus anchas por la meseta, mientras la nobleza planeaba ya la mejor forma de aprovecharse de la anarquía. En Toledo se enfrentaron los partidarios del Conde de Fuensalida y los del Conde de Cifuentes. En Ponferrada, el Conde de Lemos asaltó la ciudad a cuenta de una vieja reclamación patrimonial. Y en Andalucía, el Duque de Medina-Sidonia trató de apoderarse de Gibraltar. Las turbulencias previas a los Reyes Católicos estaban de vuelta.
Cisneros dio un golpe en la mesa pidiendo orden, pero, al fin y al cabo, la legítima soberana era Juana. Precisaba su autorización para actuar en su nombre, y ella se negaba a tratar con él ni a firmar ningún documento sobre el gobierno del Estado. Y no solo eso. También se negó a entregarle el capelo cardenalicio que los Reyes Católicos habían gestionado en su favor. El todavía obispo escribió a Fernando El Católico, que se encontraba en sus reinos italianos, pidiéndole su retorno incondicional y que olvidara las viejas ofensas.
Los dos gobiernos de Cisneros
A la muerte de Isabel, la nobleza castellana había elegido a un extranjero, Felipe I, antes que a él, un aragonés de la dinastía castellana de los Trastámara. El propio Cisneros había dado la espalda a Fernando, que únicamente contó, entre los grandes, con la fidelidad de su primo el II Duque de Alba. Solo el caos que había traído el breve reinado de Felipe I convenció a todos de lo importante de que regresara «ese viejo catalán», como denominaban los nobles castellanos a Fernando de forma despectiva.
La inactividad política del reinado de Juana terminó en el verano de 1507. Al puro estilo del Séptimo de la Caballería, Fernando El Católico apareció en el horizonte de Castilla y ordenó la reclusión de su hija en Tordesillas. El Rey se reunió con su hija, la viuda de España, que aceptó de mala gana acabar con su caravana fúnebre y recluirse en la localidad vallisoletana. Al mero rumor de la llegada del aragonés, la nobleza calmó sus ánimos.
Fernando gobernó Castilla hasta su muerte, periodo en el que anexionó el Reino de Navarra a esta Corona y devolvió la estabilidad económica. Cuando falleció el 23 de enero de 1516, el viejo Rey dejó escrito que su nieto Carlos debía heredar los reinos hispánicos ante la incapacidad de su hija Juana y que, de forma temporal, el Cardenal Cisneros debía ejercer como regente de Castilla, mientras el hijo natural del Monarca, el Arzobispo de Zaragoza, hacía lo propio en la Corona de Aragón.
La regencia de Castilla fue un reto asumible para el experimentado cardenal. Pese a nacer hijo de unos hidalgos pobres, Francisco Jiménez de Cisneros contaba con un instinto político asombroso. En su biografía Carlos V: el César y el hombre, el historiador Manuel Fernández Álvarez destaca como en su breve regencia «pudo entregar a Carlos V intacta aquella formidable Monarquía alzada por los Reyes Católicos». Su mayor reto fue frenar a la nobleza y defender Navarra de un intento de invasión desde Francia a cargo de Juan de Labrit, perteneciente a la casa real depuesta. De igual manera se abortó bajo su gobierno los intentos franceses de alterar la situación de Nápoles y Sicilia.
Su valía como gobernante y su fidelidad hacia Isabel, Fernando y Carlos quedaba fuera de toda duda. Salvo para Guillermo de Croy, el consejero belga del futuro Carlos I, quien jamás apreció los esfuerzos de Cisneros y ni siquiera le concedió la satisfacción de conocer en persona al joven Rey por el que tanto batalló.
Cisneros trabajó en las sombras para preparar la feliz llegada del heredero, entre otras cosas neutralizando la facción castellana que defendía que el mejor Rey para Castilla era el hijo pequeño de Juana, Fernando de Habsburgo, nacido y educado en España. El regente, además, se encargó de salvar los obstáculos para que Carlos pudiera ser nombrado Rey, y no gobernador como le correspondía mientras Juana siguiera viva. El inquisidor, acompañado de un fuerte contingente de la guardia regia, convocó en su residencia de Madrid a los nobles para notificarles la petición de Carlos. A los que discreparon les mostró amenazantes que no se trataba de una consulta, sino de la voluntad del Rey. No obstante, entre persuasión y diálogo se buscó una solución intermedia para que madre e hijo conservaran el título.
Así y todo, con la revoltosa nobleza castellana tramando nuevas maldades, Cisneros apremió a Carlos a viajar cuanto antes a Madrid. No lo hizo hasta pasado un año del fallecimiento de su abuelo. Los malos consejos de la corte carolina le condenaron a entrar en España como un elefante en una cacharrería.
El joven apenas sabía castellano, porque todos los intentos de Fernando de que aprendiera más sobre la cultura española se habían topado con el todopoderoso Guillermo de Croy, Señor de Chièvres, que ejerció el puesto de primer chambelán por herencia familiar y se ganó la confianza del adolescente situando, literalmente, su cama junto a su lecho. La idea era que siempre tuviera a alguien con quien conversar si se despertaba a medianoche. El resultado fue que ningún otro consejero ejercería tanta influencia sobre Carlos en toda su vida. El Señor de Chièvres, en tanto, fue el responsable de completar la formación política de su discípulo y quien manejó los tiempos en el viaje a España.
Cuando al fin arribó aquí, en el verano de 1517, Carlos y el Señor de Chièvres mostraron pocas prisas de conocer a Cisneros. Su lenta marcha hacia Valladolid, ciudad señala para el encuentro con el cardenal, fue interpretado en el entorno de Cisneros como una maniobra de Chièvres para que Carlos jamás se reuniera con el anciano. El cronista Alonso de Santa Cruz afirma que la corte carolina estaba al tanto de que el cardenal tenía los días contados: «…del médico que le curaba recibían cada día avisos y hasta qué tiempo podía vivir, según natura…».
Consciente de que aquel podía ser su último viaje, Cisneros había partido con entusiasmo al encuentro nada más saber de la venida al fin del hijo de Juana. Estando en Roa, apenas a 60 kilómetros de Valladolid, el anciano de 81 años falleció a principios de noviembre aburrido y desesperado por el retraso de la comitiva real.
El plantó al anciano
La ingratitud desplegada por Chièvres fue, no obstante, mucho más allá de dejar morir al anciano sin cumplir su deseo más ansiado. El cardenal recibió una carta en la que Carlos daba por buenos sus servicios, instándole a retirarse a descansar a su Arzobispado de Toledo. El cronista Juan Ginés de Sepúlveda recoge el sentir castellano al ver un final en esos términos para el honrado regente:
«La muerte de un varón así resultó más penosa y preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles».
El Monarca consintió las muestras de desprecio sin sospechar lo mucho que iba a echar en falta a un aliado de la altura política de Cisneros. Solo él podía cuidarle de los tejemanejes de la nobleza castellana. Como le ocurriría a Felipe II cuando viajó a los Países Bajos a principios de su reinado, sin saber apenas francés, Carlos fue recibido aquí con bastante recelo a causa de su incapacidad para expresarse en su idioma más allá del saludo protocolario. No le ayudó a aumentar sus partidarios la brusquedad de Guillermo de Croy, que hacía las veces de interlocutor entre Carlos y la mayoría de nobles castellanos y aragoneses, que, a excepción de unos pocos, como el Marqués de Villena o el Obispo de Badajoz, integrados en las filas flamencas, fueron apartados de las esferas de poder. Pues más que un interlocutor, Chièvres era un muro.
En la génesis del reinado de Carlos I y V de Alemania, el principal ministro flamenco, que comprendía España como una vasta operación económica, se dedicó a repartir cargos entre los nobles flamencos que le acompañaban. Adriano de Utrecht recibió el Obispado de Tortosa; Ludovico de Marliano el de Tuy, y el sobrino de Chièvres, el Cardenal Guillaume de Croy, que tenía 20 años, el principal de todos los cargos eclesiásticos: el Arzobispado de Toledo que había dejado vacante Cisneros. «Era mala cosa encolerizar a los curas en Castilla», susurraban algunos con los dientes apretados.
La Iglesia española no olvidaría fácilmente. Las ofensa a Cisneros estaban frescas durante el alzamiento de los Comuneros, que se extendió entre 1520 y 1521. La revuelta se propagó por la geografía castellana al clamor que los curas lanzaban desde sus púlpitos contra el mal gobierno del Rey extranjero, mientras parte de alta nobleza se abstuvo de tomar partido por ninguno de los bandos a modo de protesta. De aquellos polvos –casi lodos– Carlos aprendería importantes lecciones para el resto de su reinado.
César Cervera / ABC