Apasionada de la Cruz
Peregrina en el mundo, la Iglesia prosigue su camino «anunciando la cruz del Señor hasta que venga». Alza el volumen de su voz cuando canoniza a selectos hijos suyos que, en pos del Señor, dieron una versión actualizada de su vía crucis. En el nutrido grupo de españoles destinados a incrementar las listas del reciente martirologio, figura una mujer de pueblo, zapaterita de profesión, humilde y ajena por completo al refinado ambiente cultural de la Sevilla de su tiempo. Ángela de la Cruz acaricia, sin complejos, el noble apellido que le da acceso a la casa solariega de Juan de la Cruz, de Pablo de la Cruz y de Teresa Benedicta de la Cruz.
Adivino en madre Ángela un dejo de santa impaciencia que le impide aplazar el gozo hasta el alba de Resurrección. Para ella la alegría no sufre demora, por tratarse de una dimensión permanente de la existencia cristiana. Atribuye a pura ignorancia semejante eclipse, pues le consta, por experiencia, que, en la medida en que aumenta el conocimiento de la cruz, crece la dulzura aneja —aunque velada— en el mismo sufrimiento.
He disfrutado estos días el privilegio de barajar sin prisas la selección de sus 208 cartas dispuestas ya para la imprenta. De la lectura incluso parcial del epistolario —aún quedan por publicar 5.500 cartas inéditas— se recaba la neta impresión de estar escuchando, en directo, la voz de una apasionada radical del misterio de la Cruz. Estoy íntimamente convencido de que la gravitación de madre Ángela en torno a la Cruz, responde a una preferencia instintiva para con el Evangelista predilecto del Señor y testigo de la tragedia del Gólgota vivida a la vera de la Madre y a los pies del Crucificado.
La señal de la Cruz
Para madre Ángela, la Cruz es un hecho innegable: cargada por «Nuestro Señor sobre nuestros hombros…, no está en impresiones, no está en sentimientos…, está en lo que Dios nos ha dado, en la presente que ajusta a su santa voluntad». Es, además, una exigencia que fluye de la vocación del cristiano a imitar a Cristo. De hecho, «¡pocas almas entienden el lenguaje de la cruz!». Madre Ángela no oculta ni su decepción ni su crítica severa: «Las almas escogidas son las más refractarias a abrazarse con su propia cruz, como les pasó a los Apóstoles…, los que más debían entenderla, la entienden menos». Sensibles al aspecto positivo del símbolo de salud, no insiste en la oscuridad tenebrosa de la paradoja de la cruz calificada de escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Semejante rechazo deriva de la superficialidad con que afrontan el tema, ya que, por lo común, resbalan sobre la realidad misma, puesto que «no se paran en el corazón de la cruz sino en su corteza».
Madre Ángela sintoniza con la postura innovadora del cuarto evangelista. Antes de él solían distinguir la deshonra de la cruz como momento previo a la gloria de la resurrección. Así consta en la historia primitiva y en las cartas del Apóstol. Juan ignora la existencia de tales estadios diferentes y sucesivos. El mismo vocablo que, tanto en griego como en hebreo y arameo, significa, a la vez, morir y glorificar, colgar y levantar, induce a creer que la cruz, en sí misma, representa ya la exaltación gloriosa del Señor, no sólo prometida sino también incoada. Madre Ángela observa que, si el levantamiento de la cruz dobla la humillación del Maestro, confiere impacto mayor a su enseñanza («La cruz estaba levantada de la tierra para enseñarnos este desprendimiento»). Madre Ángela registra a cada paso la bivalencia maravillosa del signo. La cruz funde en perfecta unidad ambos aspectos, hasta el límite paradoxal de su recíproco intercambio. Porque, para ella, «en el bajar está el subir, en la pobreza está la riqueza, en la humillación está la exaltación, en el padecer está el gozar».
La cruz cristiana se hace compañera de viaje en nuestra peregrinación trabajosa hacia la patria. La intervención bondadosa del Padre dulcifica la austeridad y dureza del viaje, articulando con vínculos muy estrechos la cruz y el amor. Resulta evidente en la exposición de Juan: Dios consigna a su Hijo al sacrificio de la cruz, para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna; y es ese Dios quien acaricia el mundo, para que todo el que crea en Él… tenga la vida eterna. Amor y cruz tienen asignado el mismo fin en la economía divina. Brotan al unísono del corazón del Padre. El amor envuelve en sus mallas el binomio camino/cruz. En definitiva, la vía crucis, que arranca de una corazonada paterna, no conoce más desenlace que el abrazo definitivo de hogar.
Vía crucis
La estampa clásica de la vía crucis, nada idílica, pero muy amable, se presta a una fácil lectura reductiva. La lenta subida al Calvario con la cruz dista aún de la meta. La Redención se consuma en el monte, por la cruz. En su etapa previa, la cruz se halla presente como compañera de viaje: al sonar la hora prevista, la cruz afina su función y pasa a ser vía. Aun cuando inmovilizado por la crucifixión, el Señor afronta, no ya con la cruz, sino en la cruz, la etapa más cruel y decisiva de su itinerario. Cosida al Crucificado, la cruz se pliega al doble cometido de Cristo: en calidad de Viandante, abre la marcha e indica el sendero que han de seguir sus discípulos; es, por otra parte, la Vía única que conduce a la meta.
El epistolario registra la bivalencia de la vía crucis y su reflejo consiguiente en la Imitación de Cristo. Madre Ángela lo intuyó de golpe, según la confesión de sus Escritos íntimos. Nacida el 30 de enero de 1846 y bautizada el 2 de febrero del mismo año, hizo su ingreso en la vida consagrada el primero de noviembre de 1871: «María de los Ángeles Guerrero, a los pies de Jesucristo crucificado, promete vivir conforme a los consejos evangélicos». Recibe el bautismo de cruz en el curso de la célebre contemplación del 22 de marzo de 1873, descrita en estos términos: «Nuestro Señor enclavado en la cruz levantado de la tierra. Otra cruz a la misma altura, pero no a la mano derecha ni a la izquierda, sino enfrente y muy cerca». Intuye que esa cruz todavía desnuda está reservada para ella; y la acepta sin titubear: «Me ofrecía toda a mi Dios deseando el momento de verme crucificada frente a mi Señor». A partir de entonces se firmará Angelita de la cruz. Quiere que su nombre manifieste su firme decisión de imitar a Cristo.
Angelita de la Cruz evoca conmovida en sus cartas las huellas del Señor en el ascenso martirial al Calvario. Desliza en las fórmulas tradicionales matices alusivos a la cruz/vía, a la luz de su propio carisma. Habla de la vida en la cruz, de quien está ya crucificado. La califica de morada y patria verdadera, hasta el punto de que, privada de la cruz, se siente «forastera…, errante…, fuera del propio país». Procura reposar «descansando en la cruz de mis deberes y reposando en el dulce sufrimiento que impone el más puro amor»; pero sin frenar el dinamismo característico de los viandantes, porque el Señor «nos ha llamado no para el descanso sino para la cruz». Huelga insistir en el tono festivo con que invita a recibir la cruz, abrazarse con ella, vivir sin más compensación «que el amor de Dios y de sus prójimos», consciente de que, «por eso, sufre y padece contenta y dichosa». Las Hermanas de la Cruz continúan dóciles al santo y seña dictado por madre fundadora: «No buscar otro gozar que en su cruz». Comprueban, a diario, la exactitud de su promesa: «Son felices, que llevan la cruz con alegría». Pura ley de correspondencia. Cristo se entregó en la cruz por puro amor y sin reserva. El amor, que se paga con amor, se perfecciona progresivamente al compás de la imitación. Y, en la misma medida en que crece el amor, disminuye el sufrimiento hasta desvanecerse derrotado por el gozo inenarrable de la cruz.
El Árbol de la Cruz
Prosiguiendo su discurso, Juan afirma que Dios ha enviado a su Hijo no para juzgar al mundo sino para salvarlo. La realización del proyecto impuso al Verbo un arduo camino siglado por la cruz y confortado por el amor paterno. La salvación, más bien que en el signo, reside en la realidad por él significada: «Quien se volvía a mirar —dice el libro de la Sabiduría—, no era curado por lo que veía, sino por ti, Salvador de todos». El Verbo, que en la Encarnación había acampado entre nosotros, llevó a término su obra redentora en la cruz.
El puente tendido por el Verbo al descender a la tierra, continúa abierto, a disposición de los seguidores, tras su ascensión a los cielos. Entre Puente y Pontífice, hay la misma relación de identidad que vige entre Vía y Viandante.
Cuando el Señor se autodefine: Yo soy la vía, no entiende reducirse al simple sendero que desemboca en la meta esplendorosa de la verdad vital y de la vida verdadera. Ambas realidades confluyen ya en Cristo. Él las brinda graciosamente a los peregrinos desde lo alto de la cruz, convertida en cátedra y trono real. Reitera la misma oferta el árbol de la cruz, cuyos sabrosos frutos de verdad y de vida satisfacen en pleno las exigencias elementales de los caminantes, resumidas en el binomio brújula y viático.
Madre Ángela ensalza las excelencias de la escuela de la Cruz donde Cristo ejerce su magisterio. El Maestro no sólo invita, sino que preceptúa su enseñanza con un imperativo de alcance universal y permanente: Aprended. La referencia aneja a su propia fisonomía: manso y humilde, alude al programa en forma implícita, dado el contexto ambiental en que se daba por descontado el deber estricto que pesaba sobre el alumno de copiar enteramente a su maestro. Madre Ángela, sedienta de la doctrina del Señor, pasa a ser discípula aventajada en la escuela de la Cruz, sosteniendo hasta el escrúpulo su propósito de imitar al Maestro «en la humildad y en la mansedumbre». La unicidad exclusiva de su magisterio no impide a Cristo forjar asistentes de clase para enviarlos en misión con un cometido expreso: Enseñad. La humilde e inculta zapaterita acepta la orden sin chistar, pendiente del paradigma de la cruz donde se «aprende la práctica de la humillación y la mansedumbre». A renglón seguido, insta a las Hermanas de la Cruz para que, formadas a su vez en la escuela de Cristo, estén siempre disponibles a «continuar lo que los apóstoles enseñaron». Deberán, por tanto, «enseñar con la virtud…, con el ejemplo…, con vuestra paciencia: con ser incansables en el ejercicio de la caridad». Observa que el secreto de la eficacia pedagógica reside en «enseñar y predicar más con el ejemplo que con las palabras», con los ojos clavados en el Crucificado y «ayudando a los que quieren imitarle lo que nos dice: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».
Madre Ángela hilvana toda su vida en consonancia con su nombre y apellido: Ángela sugiere un cierto parentesco con la familia de los seres angélicos, servidores de los hombres. Le impulsa el ejemplo de su patrona condecorada con el título de Reina de los ángeles, por su acierto en fundir en unidad los dos momentos litúrgico y diaconal del servicio. Pero tiene en cuenta, sobre todo, que la perfección en el servicio corresponde en exclusiva a Cristo, humilde Servidor de Yahvé, exaltado y glorificado. La entronización inicial, prevista por el profeta, coincide con la hora de su elevación de la tierra. El apellido De la Cruz acentúa su vocación de sierva, vertido incluso en registro castrense. Los dos brazos de la cruz evocan en lenguaje simbólico la plenitud del sacrificio de Cristo: el leño vertical expresa su entrega amorosa al Padre, en tanto que el tramo horizontal indica la ofrenda de su vida por la salud del mundo. Sedienta de verdad y de vida, Madre Ángela revive el sitio, la sed del Señor crucificado. Se espeja en la actitud de la Virgen dolorosa que, sólo en apariencia, integra el grupo de las Marías, porque en realidad participa unida en espíritu a su Hijo divino en el acto supremo de servicio real a los dispersos hijos de Dios. Quiere que también sus Hijas, Hermanas de la Cruz, por vocación, se sientan «llamadas a ser ángeles humanos». Para ello delinea un itinerario ideal: deberán proceder «a imitación de los ángeles que bajan a la tierra y suben al cielo», entrelazar sin tregua en único tejido los hilos del amor divino y humano, tener siempre los ojos vueltos a la cruz levantada en lo alto sin permitirse desviarse jamás del sendero establecido: «Ir a Dios y al prójimo sin posarse en la tierra». Así entendido, el árbol de la cruz se identifica con el fruto: Cristo Vía, Verdad y Vida: «Tú, solo entre los árboles, crecido / para tender a Cristo en tu regazo; / tú, el arca que nos salva: tú el abrazo / de Dios con los verdugos del Ungido».
No cabe duda del tesoro de inmensos quilates acumulado en las cartas de madre Ángela. Sin embargo, la mejor de ellas no figura entre las inéditas, pues es más bien póstuma. La escribió sin advertirlo, no ya con palabras, sino con sus retazos de vida. El Papa dará pronto su lectura oficial en ocasión de su visita pastoral a la Villa.
Del doble cometido apostólico —predicar y testimoniar— la cultura de hoy se inclina a favor del testimonio relegando a segundo término el magisterio. En torno a la santidad, el epistolario de madre Ángela rezuma sólida doctrina amparada en la sabiduría de la cruz. Baste un ejemplo: «Todos los que meditan en el Calvario se hacen santos, pues no se puede resistir a la fuerza del llamamiento. Llama nuestro Señor a la santidad y nos pone a nuestra vista el amor. Y amor son sus llagas…, su corona de espinas…, y amor es su cruz, sus clavos y su agonía». La carta póstuma recoge esa misma enseñanza y la rubrica con el testimonio de la propia vida. De la autenticidad de la firma de madre Ángela se hace garante la Jerarquía eclesial apoyada en el sello inconfundible del Espíritu Santo.
Su mensaje sintetiza la pasión de una mística enamorada de la cruz. No cesó en su empeño de penetrar su claro obscuro. Descubrió que la amargura de su certeza esconde dulzuras insospechadas en su interior. Apoyada en la experiencia, sostuvo que la cruz es vía gozosa, en que se alternan, como en la vida, dolores y gozos; pero que desemboca en la gloria del Señor crucificado y resucitado. La existencia de madre Ángela certifica que la Cruz señala una vía maravillosa que, sumida en el arranque en sombras tenebrosas, se ilumina progresivamente hasta estallar en el esplendor de una luz que no conoce el ocaso: Per crucem ad lucen.