El último romano, el primer europeo
La Roma a la que llegó para estudiar el joven Benito no era apta para personas serias y honestas. La idea de autoridad había decaído; la figura del padre había quedado difuminada y, con ella, la noción de un Dios que es Padre… Benito huyó a los montes de Subíaco, y fundó Europa
San Benito de Nursia, el fundador del monacato en Occidente, fue proclamado Patrono de Europa por Pablo VI. Algún escéptico nos replicaría: ¿Los monasterios son Europa? ¿No lo son más las ciudades, las hijas de Atenas y Roma? ¿Dónde quedaban las ciudades en la oscura Alta Edad Media? Habría que recordarle que Benito era un patricio romano, de una de esas ilustres familias que sobrevivieron a la ruina imperial.
Cuando nació, en el año 480, ninguna autoridad había llenado ese vacío, y bandas armadas imponían su ley en la tierra que fue cabeza del mundo. A los catorce años se le había enviado a Roma para que siguiera estudios que le permitieran ejercer una carrera político-administrativa. El joven Benito se llevó una decepción, pues la Roma que conoció no era una ciudad para personas serias y honestas, nada próximo a la educación familiar recibida. La urbe de inicios del siglo VI no era muy diferente en costumbres a la de algunos Césares del pasado, pese a la pátina de cristianismo que la envolvía. El poder político lo ostentaban los ostrogodos, apegados a un arrianismo negador de la divinidad de Cristo, una creencia que degradaba su naturaleza y misión, al favorecer la formación de Iglesias nacionales, controladas por el poder. Benito interrumpirá unos estudios en los que no encontraba la auténtica sabiduría, aquella que empieza a percibirse cuando en el alma se va deslizando la sed de Dios. El ambiente de Roma le asfixiaba, y decidió huir a los montes de Subíaco, junto a los restos de una antigua villa de Nerón, donde creyó haber encontrado la paz en la búsqueda de Dios en medio de la naturaleza. La vida de los eremitas de los desiertos de Oriente fue trasplantada a tierras de Occidente, pero ya no era la vida del asceta solitario, sino la de una comunidad, en la que había un padre, un maestro, al que rodeaban hijos espirituales que eran sus seguidores: el abad.
En un tiempo en el que la autoridad había decaído, en el plano civil y en el político, se echaba de menos una dimensión paterna de la existencia humana, trasunto de un Dios que es Padre, algo que no eran los dioses paganos con todas sus paternidades accidentales, ajenas al verdadero amor.
Maestro de humanidad
En esa Edad Media, tan denostada y desconocida, la fe y la razón no se separaron, la oración y el trabajo encontraron su perfecta armonía. Recordaba Juan Pablo II, con motivo del XV centenario del nacimiento de san Benito: «No es lícito al hombre fiel a Dios olvidarse de lo que es humano: debe ser fiel también al hombre». Este comentario resume muy bien el lema Ora et labora: la oración y la acción deben ir juntas. El amor a Dios no puede separarse del amor a los hombres. Una fe que se encerrara en sí misma no sería comprensible desde el punto de vista cristiano; una acción, por muy bienintencionada que fuera, que no tuviera como referencia la fe, terminaría por volverse estéril.
Santo y maestro de humanidad fue Benito de Nursia, en una época de crisis y de pérdida de sentido de la existencia. Serán sus monjes, cultivadores de tierras y bibliotecas, los que alumbren un mundo nuevo en la Europa oscura, de tal modo que san Benito fue llamado el último romano y el primer europeo. Éstas son las raíces de la auténtica Europa, cuyos monasterios benedictinos conservaron las semillas aportadas por Jerusalén, Atenas y Roma. Europa surgió así como una comunidad cultural, en la que el cristianismo representa un ideal de plenitud. Sin embargo, los que quieren construir una nueva Europa aferrados al mito del progreso y haciendo tabla rasa del pasado, se arriesgan a caer en brazos de la utopía, con lo que esto conlleva de irracionalismo. Se olvidan de que el hombre y el mundo no son perfectos, sino perceptibles. Alguien podría replicar que los ingenieros del futuro son también defensores de la justicia y la paz, ideales compartidos por los cristianos. Pero el problema radica en el contenido de esos ideales. Recordaba Benedicto XVI, al principio de su pontificado, que lo peor que les puede pasar a esos ideales es su indefinición, por lo que es fácil que se deslicen hacia un ámbito de política partidista, entendidos como una exigencia dirigida hacia los otros, y menos como un deber personal en nuestra vida diaria.