Faustino, a pleno pulmón
Faustino no huele a naftalina. A los santos los edulcoramos hasta tal punto su biografía, que acartonamos su empatía, convirtiéndolos en fríos personajes de ficción que parecen haber andado de puntillas sin una sola mota de pecado. Retratos que, más que modelos de seguimiento a Jesús, dibujan a entes inalcanzables de un virtuosismo que chirría.
Faustino no deja ese rastro de alcanfor. Se nota en la suela de los viejos zapatos que las calasancias conservan en su museo en Getafe. Gastados y desgastados. Como su vida. No sé si serían dignos de una recepción oficial, pero sí la mejor carta de presentación de alguien que sube este domingo a los altares sin más peana que la de la fidelidad en el amor.
Faustino metió las narices donde no le llamaban unos, pero donde sí le requería Dios. No pasó de largo. Podría haberse anestesiado de indiferencia. Haciendo invisible lo visible. Esa que ejercemos ante el que pide a la puerta del supermercado. O el que duerme en un soportal. O la vecina maltratada. Sepultar su silencio. Este maestro escolapio de ciencias tenía tarea más que suficiente en el colegio para chicos de Sanlúcar de Barrameda como para aferrarse a su zona de confort. Pero no. Se da cuenta de que las niñas del pueblo no tienen derecho tan siquiera a aprender la o con un canuto. Se rebela. Clamor de profeta. Así nace el Instituto Calasancio Hijas de la Divina Pastora. No sin dificultades. Es lo que tiene ser continuador de aquel José nacido en Peralta de la Sal, que también sufrió la incomprensión para sacar adelante la primera escuela pública de Europa.
Faustino deja un aroma a humanidad a su paso. No se asusten, porque esta fragancia popular no genera rechazo, aunque no sea de las más apreciadas por muchos. «Soy del pueblo y para el pueblo», señalaba sin aire alguno de populismo ni con ánimo electoralista. Xamirás, aldea orensana que le vio nacer. Sanlúcar, el pequeño municipio donde la semilla brotó. Y Getafe, el lugar de paso entre Toledo y Madrid que nunca podría imaginar que se convertiría en metrópolis de primera división o en ciudad dormitorio para miles de emigrantes del éxodo rural de los 60. Por aquel entonces, cuando aterrizó el gallego los sembraos de alcachofas cubrían las promociones urbanísticas de hoy.
Faustino tiene olfato. Llega a Getafe para quedarse. 44 años. No solo aterriza con una escuela para niñas bajo el brazo. También con su buen hacer científico. Todo ese conocimiento a golpe de estudio que se empapó de sabiduría popular en Cuba, en su nuevo destino se traduce en atención al enfermo. Del cuerpo y del alma. Pronto comienzan a llegar de lejos los que buscaban un remedio en las manos y las gafas del padre Míguez. También amenazan los que le acusan de curandero. Por ahí no pasa. Fórmulas químicas al servicio de Dios. Con certificado de Sanidad. No hay más misterio. Su fama se multiplica y aquel ferrocarril con apeadero junto a las eras aumenta su frecuencia ante las demandas de la consulta del escolapio. Su discreción es tal que pocos saben que desde su laboratorio mima la curación del futuro Alfonso XIII. Esa misma humildad cultivada que antes le llevó a rechazar una mitra.
Faustino inspira. Faustino espira. Santidad. Amistad. Caigo en la cuenta un día cualquiera. José María Avendaño me presenta a un tercero. No echa de currículum o de árbol genealógico. Tampoco tendría mucho de donde tirar. «Mira, este es un amigo del padre Faustino». Sin más. Ni devoto ni seguidor. Amigo. Me separa un siglo del fundador getafense. Pero aquí el tiempo no cuenta. El espacio une. Un mismo Getafe donde la escuela calasancia se sigue dejando la piel por los pequeños. Que respira como Faustino. A pleno pulmón. Olor a santidad.