Quienes trabajamos en los medios entendemos la magia de la palabras, su peso y su liviandad. Hay palabras que se quedan secas mientras otras se hinchan como pompas de jabón. Las hay que se vuelven imprescindibles para sellar un discurso correcto y otras que se vuelven malditas, casi impronunciables, porque cubren de sospecha a quien se asocia a ellas.
Les pasa estos días a los obispos con la palabra diálogo, aplicada a la gravísima situación que se vive en Cataluña, y por extensión en toda España. Ciertamente es una palabra manoseada, a veces vaciada de significado, desprovista de anclajes, convertida en objeto decorativo pero imprescindible. A veces, peor aún, en coartada. Y sin embargo, si no existiera tendríamos inmediatamente que inventarla para poder vivir.
¿Diálogo con qué finalidad, en qué condiciones, con qué interlocutores? Son preguntas serias y legítimas que demandan una respuesta cuando hablamos de diálogo en medio de una situación de flagrante violación de la ley y de dramática fractura de la convivencia. Así que haremos bien en comprobar en qué sentido y con qué empaque se refieren los obispos al diálogo. En la Declaración de la Comisión Permanente leída por su Presidente, cardenal Blázquez, se reclama con tono de emergencia evitar decisiones y actuaciones irreversibles y de graves consecuencias que se sitúen al margen de la práctica democrática amparada por las legítimas leyes que garantizan muestra convivencia pacífica. Aquí tenemos una primera definición del marco para el susodicho diálogo, más aún, una defensa cerrada del marco constitucional. ¡Curioso!, todos estos días he tenido que escuchar y leer afirmaciones llenas de reproche y hasta de insultos, que acusan a los obispos desentenderse de la Constitución, cuando en su texto, negro sobre blanco, se afirma la necesidad de «respetar los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución». Una cita, por cierto, que pertenece a la Plenaria de febrero de 1981, celebrada cinco días después del golpe del 23-F.
La Declaración habla de «diálogo desde la verdad y la búsqueda del bien común» que a alguno le parecerá una pastelería. Vayamos con tiento. La Declaración requiere “salvaguardar los bienes comunes de siglos y los derechos propios de los diferentes pueblos que conforman el Estado”, lo que indica que ese diálogo no puede producirse en el vacío, sino sobre la base de una experiencia histórica de unidad que ha generado tantos buenos frutos, sin negar que en el camino han surgido y surgirán conflictos y dificultades que se pueden y se deben afrontar entre todos.
Que la palabra diálogo se haya vuelto resbaladiza estos días y que sirva de coartada a algunos para justificar sus intereses más o menos inconfesables, no es razón para demonizar a quien osa utilizarla con razones y buen sentido. La Iglesia no es un sujeto político y no puede ofrecer soluciones políticas, pero sí se siente implicada en la suerte de la sociedad en la que está enraizada, y es parte de su misión ofrecer (también a los agentes propiamente políticos) su concepción de la vida y de la ciudad común que nace del Evangelio. El cardenal Blázquez ha evocado repetidamente estos días aquellas jornadas difíciles pero apasionantes de la transición, cuando fue posible la concordia (y la Iglesia tanto contribuyó a ello), y ha recordado que en el espacio de ese edificio institucional que nos alberga y protege a todos ha sido y es posible plantear cualquier aspiración, para que sea debatida y su solución acordada. No es distinto a lo que dijo en un pasaje de su discurso el Rey Felipe VI.
Cabe plantear si en medio del vértigo de estas horas merece la pena seguir mencionando esta palabra, que hace a algunos encogerse de hombros y a otros les suscita incluso violencia. Pero si somos sinceros y pensamos en pasado mañana, nadie podrá negar que hará falta algo más que el imprescindible ejercicio del Estado para defender las leyes, si queremos que Cataluña sea una sociedad cohesionada y marcada por una verdadera amistad cívica con el resto de España. Sí, hará falta dialogar y será un trabajo arduo y necesitado de paciencia y benevolencia. Y la Iglesia, con toda la limitación de sus miembros, estará ahí para alentarlo y sostenerlo.