La obra de Girard, en especial Des choses cachées depuis la fondation du monde, fue recibida con gran interés por buena parte de la jerarquía católica. Numerosos ejemplares del libro se enviaron directamente al Vaticano. El Gobierno francés trajo a Girard de Estados Unidos para que, junto a otros intelectuales franceses, se entrevistara con Juan Pablo II durante una de sus visitas apostólicas. Años más tarde, en 2005, en su homilía del Viernes Santo en la basílica de San Pedro, el predicador de la Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa, hacía referencia expresa al mecanismo del chivo expiatorio, que es el eje sobre el que gira toda la antropología girardiana.
En efecto, junto al sentido propiamente espiritual y teológico que el sacrificio de Cristo ha tenido en la tradición cristiana, Girard descubre un significado estrictamente antropológico que, por una parte, sitúa dicho sacrificio en el contexto de una práctica universal y, por otra, hace resaltar lo que lo separa radicalmente de ella.
La humanidad, dice Girard, se hubiese destruido a sí misma de no haber sido por ese mecanismo victimario que aúna en solidísima unanimidad la violencia de todos contra uno. Sobre ese uno se proyectan todas las rivalidades internas del grupo. Sobre él se carga una violencia y una culpa que es de todos, pero de la que todos necesitan librarse, porque lo que está en juego es la identidad y la supervivencia del grupo. Como dijo Caifás, el sumo sacerdote, «conviene que perezca uno solo en lugar de toda la nación». «Una cabeza se ha de entregar para salvar a muchos», leemos en La Eneida. Es la ley universal de la sacralidad arcaica.
Se trata de un mundo en el que lo sagrado aterroriza, porque la víctima que habita en su centro no es solo el conducto por el que se evacúa la violencia interna del grupo, sino que es asimismo la encarnación viviente de lo sagrado. La víctima aparece como origen y dueño absoluto de toda la violencia y por eso mismo la única que puede salvar al grupo. Hay que matar a la víctima y al mismo tiempo fingir inocencia. El arte de la ficción es aquí un arte sagrado. Todo se hace tras una máscara, real o simbólica. La muerte de la víctima es el origen del teatro. A la verdad, por el contrario, hay que mantenerla a distancia, oculta, rodeada de toda clase de prohibiciones; solo los iniciados pueden acercarse a ella. Es un mundo que ha transformado su propia violencia victimaria en algo sagrado y vive prisionero de una contradicción insalvable, sometido a un dios hostil e impredecible. Es el mundo de Satán. Ese mundo que Satán le ofrece a Cristo si postrándose ante él lo adora.
La eficacia del sacrificio de Cristo
La presencia histórica de Cristo, su pasión, muerte y resurrección se enmarca, por un lado, en esa misma lógica sacrificial, poniendo de manifiesto la universalidad de la misma. Es Cristo quien anuncia que su sangre inocente no hará sino colmar la medida de toda la sangre inocente «vertida sobre la tierra desde la sangre del justo Abel» (Mateo 23, 35). Por otro lado, el sacrificio de Cristo revela la fundamental injusticia, la arbitrariedad, del mecanismo victimario. Según Girard, esta revelación, este conocimiento por sí solo, dificulta cada vez más el funcionamiento de dicho mecanismo. Lo cual deja al hombre indefenso ante su propia violencia. En palabras de Girard, «Cristo nos obliga a mirarle a la cara a nuestra propia violencia original; nos obliga a mirar al abismo», el abismo insondable de nuestra propia y oculta complicidad en la muerte de la víctima, en la muerte de Cristo, pues nadie se cree culpable de esa muerte.
El problema es que es precisamente el horror de ese abismo el que sacraliza la violencia humana y hace funcionar el mecanismo victimario. El ser humano por sí solo no puede contemplar ese horror –digamos de paso que ese es el horror que contempla Cristo en Getsemaní y le hace sudar sangre–. ¿Cómo puede Cristo exigirle al ser humano que haga lo que el ser humano nunca ha sido capaz de hacer? Ante esta situación la antropología girardiana no tiene respuesta. La respuesta es una cuestión de fe, no de ciencia. Cristo Redentor tiene que perdonarle a la humanidad su pecado, su violencia original; tiene que reconciliar al hombre con Dios. De lo contrario, la revelación puramente cognitiva de la arbitrariedad del mecanismo victimario no conduce a nada. La eficacia del sacrificio de Cristo depende de esa reconciliación con Dios que traspasa los límites de la investigación científica.
En cierto modo, el gran mérito de la antropología girardiana es habernos conducido hasta el umbral de esta última alternativa, la de la fe.
Cesáreo Bandera
Profesor de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill