Una educación que abre el mundo
No podemos centrar nuestro debate en defendernos los unos de los otros, sino que necesitamos encontrar soluciones. Una de las claves es invertir en una educación que abra el mundo, que impulse una ciudadanía global, que aborde las migraciones partiendo del análisis de sus causas y que favorezca la conciencia de pertenecer a una única familia humana
Las cifras de migraciones nacionales e internacionales muestran un mundo en movimiento. Hablamos de 244 millones de migrantes internacionales y 865 millones de personas desplazadas que no llegan a salir de sus países. No todos eligen migrar ni lo hacen de la misma forma: muchos de ellos huyen en busca de un lugar seguro donde poder reconstruir sus vidas. Los datos oficiales de migraciones forzosas a finales de 2015 alcanzaban la cifra de 65,3 millones de personas.
El 85 % se mueve dentro de su propio país o se agolpa en las fronteras de los países vecinos; otros intentan alcanzar una tierra más segura o simplemente un lugar viable para reconstruir sus vidas. Algo que, casi con total seguridad, haríamos nosotros en busca de una mano con la que escapar del sufrimiento.
La dificultad para erradicar las crisis o los conflictos de los que huyen, el temor y el miedo a lo desconocido, la identificación del prójimo con la violencia y el terror… están generando, en nuestras sociedades, políticas y actitudes de rechazo y de incumplimiento del derecho a protección internacional. Las sociedades más ricas, susceptibles de ser sociedades de acogida, se blindan y levantan muros, invierten en la protección y el cierre de fronteras y abordan el problema desde la ocultación de la evidencia. Pero ningún flujo migratorio cesará mientras que a millones de personas se les siga negando una vida digna.
75 millones de niños viven en zonas de conflicto
A día de hoy 75 millones de niños, niñas y jóvenes de entre 3 y 18 años viven en zonas directamente afectadas por conflictos o emergencias. Millones de jóvenes que necesitan saber que pueden tener un futuro, un acceso al trabajo, una posibilidad de generar vida para ellos y para su entorno.
La humanidad no puede asistir indiferente al hecho de que estos niños no tengan oportunidades de realización personal y familiar. Es un asunto de dignidad y de justicia, no podemos negarles el derecho a la esperanza. Junto al derecho al asilo, que implica una acogida solidaria, debemos defender su derecho a creer que la vida puede ser mejor, que podrán conocer la paz, disfrutar y soñar con un presente y un horizonte.
Ante a los discursos de la xenofobia y el rechazo, es urgente promover y alentar la complejización del debate. Es cierto que el éxodo continuará mientras que no abordemos las causas que provocan que millones de personas abandonen involuntariamente sus hogares, pero está en nuestras manos que la incomprensión y la distancia entre las poblaciones no aumente.
Necesitamos encontrar soluciones
No podemos centrar nuestro debate en defendernos los unos de los otros, sino que necesitamos encontrar soluciones, herramientas que permitan diseñar un mundo mejor. Una de las claves es invertir en una educación que abra el mundo, que impulse una ciudadanía global, que aborde las migraciones partiendo del análisis de sus causas y que favorezca la conciencia de pertenecer a una única familia humana, la riqueza derivada del encuentro entre culturas y el compromiso ciudadano con los derechos de todas y todos.
En paralelo, necesitamos invertir en cooperación internacional: hay que garantizar el acceso a una educación gratuita, obligatoria y de calidad para todas las personas desplazadas y refugiadas. Desde nuestro acompañamiento a refugiados durante años en países como Sudán del Sur, Congo, Líbano, en Centroamérica o en México, somos testigos del extraordinario poder transformador del derecho a la educación, así como de las severas limitaciones que se producen para su ejercicio en situaciones de violencia y migración. Por ello, en los contextos de movilidad forzosa la defensa de la educación es aún más necesaria, puesto que se convierte en una vía de esperanza y de oportunidades de futuro, al tiempo que favorece el diálogo, la reconciliación y la paz.
Es momento de no pasar de lejos ni desentendernos del sufrimiento humano. Todo el año, día a día, pero en este mes especialmente, ya que con motivo del 20 de junio, Día Internacional de las Personas Refugiadas y Desplazadas, se incrementarán las voces sobre esta realidad. Nuestros gobiernos e instituciones lideran las principales fronteras globales, y por eso es fundamental afirmar que queremos cultivar la esperanza, educar nuestra mirada y volver a creer en nuestras capacidades ciudadanas para construir puentes de solidaridad en lugar de los muros que nos dividen. No es fácil, pero es la única solución con futuro. Pese a los lógicos desafíos de la acogida y la solidaridad internacional tenemos que construir un proyecto de casa común cuyo centro sea la dignidad de las personas.