Cardenal Ortega: «La autoridad moral del Papa hizo posible la reconciliación»
El arzobispo emérito de La Habana que presentó ayer en Madrid Encuentro, diálogo y acuerdo (San Pablo), nos habla sobre la mediación del Papa entre Cuba y EE. UU.
Las conversaciones entre Cuba y EE. UU. estaban ya encarriladas cuando, en 2014, cada parte, por separado, pide al Papa que intervenga. ¿Por qué era necesaria esa mediación?
Se trabó la negociación sobre un intercambio de prisioneros [el espía Alan Gross a cambio de tres agentes cubanos del Grupo de los Cinco, NdR]. «Uno por tres», se quejaban los duros en Estados Unidos. Por eso fue fundamental la aparición en escena de alguien como el Papa con la aceptación de ambas partes. La única persona con esa autoridad moral era Francisco, como me reconoció en un encuentro el embajador norteamericano, Jeffrey DeLaurentis. Raúl Castro me había dicho palabras similares: «El Papa es la única autoridad moral que queda en el mundo». Gracias a eso fue posible la reconciliación.
¿Cómo acogió Francisco la petición?
Rezó mucho durante tres meses antes de tomar una decisión. Obama le visita en marzo de 2014. Es ahí cuando él le dice algo sobre las medidas económicas muy antiguas [el embargo], que eran un peso para el pueblo cubano y un obstáculo para las relaciones de EE. UU. con toda América Latina, no solo con Cuba. La reacción del presidente fue muy positiva, pero le explicó que eso no dependía de él, sino del Congreso. Y cuando el Papa insistió, Obama le dijo: «Pero es que hay también un problema de prisioneros…». Y el Papa le dijo: «¿No puede haber un gesto?». Ahí quedó la conversación. Cuando en abril yo fui a Roma a la canonización de Juan Pablo II y Juan XXIII, el Papa me llamó y me preguntó: «¿Qué se puede hacer?».
Unas semanas después Francisco le entrega sendas cartas para que se las entregue personalmente a los dos presidentes. El mensaje —cuenta usted en su libro— les toca «el corazón» y «la mente» a ambos. ¿Cómo una cuestión técnica, el intercambio de prisioneros, es reconducida al terreno personal?
El centro de las conversaciones entre Cuba y EE. UU. estuvo puesto en el intercambio de prisioneros, pero el Papa desestima este enfoque como inadecuado para su intervención directa. Lo que pretende él es que aquellos dos personajes se pongan en contacto, que hablen, para que así resuelvan sus conflictos de todo tipo, con la esperanza de que esto propicie una solución, digamos, global de acercamiento entre dos países que estaban separados desde hacía mucho tiempo. Hasta entonces, había habido diálogo sobre asuntos puntuales, pero de conversaciones con un planteamiento más global, solo hay un antecedente de la época de Clinton. Hasta que aquello se paró con el derribo de los dos aviones [del grupo Hermanos al rescate, dedicados a auxiliar a balseros cubanos].
Entonces Bill Clinton se queda sin argumentos para no firmar la ley Helms-Burton, que refuerza el bloqueo a Cuba. Unos años después, el congresista Richard Burton acudió a usted a disculparse.
Sí, a través de un asesor. Me dijo: «Yo quisiera hacer algo para ayudar a Cuba, no dejarles a mis electores solo la herencia de esta ley». Yo le di las gracias, pero él era ya un hombre en retiro. Fue más algo como un testimonio personal de arrepentimiento.
¿Teme usted que el acercamiento lo pueda revertir ahora Donald Trump?
Hay que esperar. Ha habido mucha discreción por parte de Cuba y no ha habido tampoco declaraciones duras por parte de Trump ni nombramientos de funcionarios con actitudes agresivas. En una visita reciente a La Habana, [el expresidente del Senado] Patrick Leahy y un grupo de senadores estadounidenses me vinieron a ver después de reunirse con Raúl Castro, y me dijeron que era muy positivo que el deseo de diálogo continuara. Además, las circunstancias han cambiado: las líneas aéreas tienen vuelos regulares a Cuba, hay cruceros americanos que vienen a Cuba, el flujo de visitas de americanos a Cuba y de cubanos a EE. UU. también continúa con normalidad…
¿Qué dijo el Papa sobre este tema durante la visita ad limina de obispos cubanos la pasada semana?
Él lo enfoca con serenidad, en el sentido de que lo obtenido es muy probable que se pueda conservar. Pero fue una conversación muy larga y sobre todo tipo de temas relacionados con la vida interna de la Iglesia y de su futuro. Tiene una gran memoria y un gran conocimiento del país, sabe el nombre de cada obispo y de dónde viene… Pudimos incluso intercambiar delante de él criterios que son diversos entre nosotros, y él mantenía una postura de escucha, introduciendo palabras muy acertadas, sobre todo insistiendo en el sentido del diálogo.
Durante la conversación que relata usted con Jorge Bergoglio en el cónclave solo unas horas antes de su elección como Papa, hablaron de los cambios políticos en América Latina inspirados en la revolución cubana y de cómo debía responder la Iglesia. ¿Cuál es esa respuesta?
Lo que respondió Jorge Bergoglio es que no podemos ser simples espectadores ni adoptar una postura hipercrítica, sino acompañar esos procesos desde dentro, en un ambiente —digamos— de participación, aunque sin decir que sí a todo. Pero en estos cuatro años ha cambiado América latina. Ha habido un proceso, dependiendo de la perspectiva de cada cual, de involución, con algunos cambios muy bruscos, al estilo del Brasil, con esa decisión parlamentaria de cesar a la presidenta. Hoy el mundo ha entrado en una etapa de incertidumbre, donde lo inesperado puede pasar. Cuando se hablaba de cambio hace cuatro años era para avanzar hacia una economía más social. Hoy todo el mundo quiere un cambio, pero no se sabe ya para qué. Desde el punto de vista global, estamos en un momento difícil. Pero lo que sí creo que va a perdurar, a pesar de los fracasos en este o en aquel país, es el deseo de integración continental en América Latina. El hecho de que se hable del muro con Estados Unidos ha hecho que México se vuelva más hacia América Latina. También favorece la integración que Trump haya dado la espalda al Acuerdo Transpacífico, que incluía a algunos países latinoamericanos. El comercio en la región está aumentando. Con la CELAC [la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, creada en 2011, que incluye a los 33 países de la región, excluyendo a EE. UU. y a Canadá] se están dando también pasos muy importantes.
«Jorge, tú vas a ser Papa esta tarde, por eso quiero hablar contigo». Durante la pausa para el almuerzo del cónclave el mismo 13 de marzo, a pocas horas de la elección del cardenal Bergoglio, Jaime Ortega le pidió a su amigo una breve reunión para hablar de «la Iglesia y de América Latina en estos tiempos de cambio».
«Nosotros, los obispos latinoamericanos —le dijo—, hubiéramos preferido quizá que esos cambios hubieran sido hechos por políticos cristianos, salidos de nuestras universidades católicas… Pero no ha sido así: han sido Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, y todos, con una inspiración, mayor o menor, venida de la Revolución cubana liderada por Fidel Castro. Y, ante esa realidad, veo a la Iglesia, en su jerarquía, perpleja, replegada, expectante y a veces muy crítica».
Bergoglio estuvo de acuerdo en que la respuesta debía ser «acompañamiento y «diálogo», tras lo cual el arzobispo de La Habana le relató su última conversación con Benedicto XVI. El Papa Ratzinger quiso saber si estaban a favor del diálogo con el régimen los católicos cubanos («Sí, en general», respondió Ortega) y los sacerdotes («Sí, Santidad»). Entonces sentenció: «El diálogo es el único camino; la Iglesia no está en el mundo para cambiar gobiernos, sino para penetrar con el Evangelio el corazón de los hombres». «Es esto lo que cambiará el mundo».
«¡El Papa Benedicto ha dicho esto!», exclamó quien pocas horas después se convertiría en Sumo Pontífice. «Eso habría que ponerlo por escrito en una gran pancarta a la entrada de todas las ciudades del mundo».
El ascendente personal del Papa
La entrevista es una de las revelaciones que hace el arzobispo emérito de La Habana en Encuentro, diálogo y acuerdo (San Pablo), el libro que presentó este miércoles en Madrid junto al exministro de Exteriores español Miguel Ángel Moratinos.
Unos meses después de esa conversación en el cónclave, los gobiernos de EE. UU. y Cuba iniciaron en el verano de 2013 conversaciones secretas exploratorias para un posible restablecimiento de las relaciones diplomáticas. El diálogo se estancó y, por separado, las dos partes coincidieron en pedir ayuda al Pontífice, que tras meditarlo y rezarlo durante tres meses accedió a la petición, reclamando la colaboración del arzobispo de La Habana para unas gestiones al máximo nivel de las que inicialmente ni siquiera estuvieron al tanto John Kerry, secretario de Estado norteamericano, ni su homólogo cubano, Bruno Rodríguez.
La buena sintonía personal y la coincidencia de opiniones entre Bergoglio y Ortega —a quien el Papa prorrogó casi cinco años para que pudiera llevar a cabo esta misión como arzobispo en activo— fue uno de los motivos de esta elección, pero no el único. Desde el viaje de Juan Pablo II a la isla, en 1998, la Iglesia había adquirido un nuevo protagonismo, y las visitas al cardenal Ortega de empresarios y funcionarios norteamericanos y europeos se hicieron cada vez más frecuentes. Al arzobispo acudió un enviado de la Administración Clinton cuando esta trató de normalizar las relaciones con Cuba. Y en 2010 fue el propio Raúl Castro quien, necesitado de mejorar las relaciones exteriores de Cuba, le pidió que mediara en la excarcelación de los algo más de 130 presos políticos que se exiliaron con sus familias en España.
Ortega tenía una agenda de contactos muy valiosa. Pero lo fundamental en la mediación, lo que logró desatascar el proceso —escribe el cardenal—, fue la autoridad moral de Francisco y su ascendente personal sobre ambos mandatarios. Obama le confesó durante su visita a La Habana llevar siempre consigo el rosario que le regaló el Pontífice. En cuanto a Raúl, antiguo alumno jesuita, dijo tras una visita al Vaticano: «Si el Papa Francisco sigue así, retornaré a la Iglesia».