Inyección de esperanza del Papa frente al pesimismo que marca el 60 aniversario de la Unión Europea
La UE se encuentra al principio, no al final de su camino, dice Francisco al recibir a los líderes de los 27, a quienes pide recuperar los ideales fundacionales
No eran 28, sino 27 los jefes de Estado y de Gobierno recibidos con toda solemnidad en la Sala Regia del Palacio Apostólico para conmemorar el 60 aniversario de los Tratados de Roma. Faltó la británica Theresa May, en vísperas de activar la salida de su país de la UE.
A diferencia de efemérides anteriores, celebradas siempre en un ambiente triunfalista, esta vez la conmemoración tiene lugar en un ambiente innegable de crisis. Casi lúgubre. Pero la crisis, como gusta de recordar el Papa, es también un momento de oportunidades. Eso sí, la UE debe recuperar sus ideales fundacionales. Si es capaz de volver a reconocerse en «un proyecto claro, bien definido» con el que mirar «hacia el futuro», la Unión podría decirse que se encuentra todavía en sus primeros pasos, «al principio todavía muy incipiente» de su proceso de integración, a juicio del Pontífice.
«La Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud», reiteró Francisco, quien expresó «la cercanía de la Santa Sede y de la Iglesia a Europa entera, a cuya edificación ha contribuido desde siempre y contribuirá siempre».
Frente al populismo, solidaridad
Francisco apeló a los padres fundadores, que «después de los años oscuros y sangrientos de la Segunda Guerra Mundial» fueron capaces de creer «en las posibilidades de un futuro mejor». Y a partir de esa experiencia histórica apeló al «espíritu de solidaridad europea», inscrito en el ADN mismo del proyecto comunitario, «para hacer frente a las fuerzas centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras». Esa solidaridad «es también el antídoto más eficaz contra los modernos populismos», que «florecen por el egoísmo».
En esa línea, Francisco citó al canciller alemán de postguerra Konrad Adenauer, quien aseguró antes de la firma de los Tratados de Roma que «los países que se van a unir no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables».
Hoy la amenaza para Europa viene por la tentación de encerrarse «en el miedo de las falsas seguridades». El Obispo de Roma aludió a la crisis de refugiados y denunció que «no se puede limitar a gestionar la grave crisis migratoria de estos años como si fuera solo un problema numérico, económico o de seguridad». Previamente, el presidente del Parlamento Europeo, el italiano Antonio Tajani, había reconocido que, la llegada de solicitantes de asilo, «Europa no ha enseñado siempre la mejor cara al mundo».
Francisco, sin embargo, quiso ir más allá y señaló que el miedo que atenaza hoy al proyecto europeo procede de la «pérdida de ideales», que puede terminar siendo suicida, porque sin ellos «se acaba siendo dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna manera en discusión un estilo de vida basado solo con frecuencia en el bienestar material».
Hoy «parece como si el bienestar conseguido le hubiera recortado las alas» a Europa, «y le hubiera hecho bajar la mirada», lamentó. Pero el Viejo Continente «tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo».
Sociedades auténticamente laicas
Al delinear la Europa que sueña para el futuro, Jorge Mario Bergoglio abogó por «edificar sociedades auténticamente laicas, sin contraposiciones ideológicas, en las que encuentran igualmente su lugar el oriundo, el autóctono, el creyente y el no creyente».
Una Europa que invierta «en la familia, que es la primera y fundamental célula de la sociedad», «garantiza la posibilidad de tener hijos, con la seguridad de poderlos mantener», y «respeta la conciencia y los ideales de sus ciudadanos». Una Europa que «defiende la vida con toda su sacralidad».
En otro nivel de cosas, no dejó de abordar el Pontífice el problema de la «separación afectiva entre los ciudadanos y las Instituciones europeas, con frecuencia percibidas como lejanas y no atentas a las distintas sensibilidades que constituyen la Unión». Frente a ello, apeló a la subsidiariedad, a la necesidad de «encontrar el espíritu de familia». «Es oportuno –dijo– tener presente que Europa es una familia de pueblos y, como en toda buena familia, existen susceptibilidades diferentes, pero todos podrán crecer en la medida en que estén unidos. La Unión Europea nace como unidad de las diferencias y unidad en las diferencias. Por eso las peculiaridades no deben asustar, ni se puede pensar que la unidad se preserva con la uniformidad».