La luz del mundo - Alfa y Omega

La luz del mundo

IV Domingo de Cuaresma

Daniel A. Escobar Portillo
Jesús cura a un ciego. Fresco del siglo XII. Museo Metropolitano de Nueva York

Según el pensamiento de la tradición religiosa de la época de Jesús, cuando una persona tenía alguna limitación física importante, se daba por supuesto que la causa era el pecado suyo o de sus padres. Por el contrario, el Señor, ante la limitación y el sufrimiento humano, no piensa en las culpas de quien padece la enfermedad, sino en que toda persona ha sido llamada por Dios a la vida y es una ocasión para que la misericordia, el amor y el poder de Dios se manifiesten. El propio gesto que realiza Jesús este domingo hace referencia a la creación del hombre. Él toma tierra y, con saliva, hace barro, para después untarlo en los ojos del ciego. También el hombre ha sido modelado con las manos de Dios, a quien le ha insuflado la vida. En definitiva, el pasaje que hoy tenemos ante nosotros quiere poner de manifiesto que cada acción concreta del Señor está cumpliendo una nueva creación; una obra que no se circunscribirá a la curación física, sino que propiciará por parte del ciego el reconocimiento hacia Cristo como Señor y como «luz del mundo», a través de un proceso que implica lo más profundo de la persona.

Un acontecimiento real

La narración de la escena es bastante realista y refleja el orden lógico de los acontecimientos. En primer lugar, encontramos un suceso real. El ciego «fue, se lavó y volvió con vista». El propio ciego, más adelante, afirmará: «Solo sé que yo era ciego y ahora veo». Simplemente se describe una realidad. La escena evangélica narra un hecho constatable. Prueba de ello es el siguiente paso del relato, que se resumiría en la sorpresa y la admiración ante el acontecimiento: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?». Verdaderamente, se ha producido algo inaudito. Las valoraciones sobre lo ocurrido solo podrán hacerse partiendo del mismo suceso. Esta observación no es insignificante, por obvia que parezca. A menudo se presenta la fe como un conjunto de creencias, sin un fundamento en la realidad. Ello es peligroso, puesto que da pie a considerar la fe como algo irracional. Y esta es, en cierta medida, la causa de que no falten corrientes de pensamiento que consideran ridículo que el hombre actual crea. El Evangelio de hoy nos hace caer en la cuenta de que la realidad de los sucesos no puede quedar nunca en segundo plano.

El paso hacia la fe

A partir del hecho real –el paso de la ceguera a poder ver– el ciego de nacimiento experimentará una evolución que le llevará al reconocimiento de Jesús como Señor. Con ello se nos manifiesta que la fe es habitualmente un proceso gradual: en primer lugar, se produce un encuentro con Jesús, a quien el ciego reconoce como una persona entre las demás; después lo considera un profeta; por último, sus ojos son capaces de abrirse totalmente y proclamarlo «Señor». Este es el instante en el que este hombre percibe en el hecho de ser curado el signo que le lleva a descubrir a Jesús como la fuente de su salvación. La frase «solo sé que yo era ciego y ahora veo» adquiere un nuevo sentido tras la confesión: «Creo, Señor». A partir de ahora verá no solo físicamente, sino también espiritualmente. Ahora bien, ver espiritualmente no significa que estemos ante un visionario, ya que su nueva forma de observar, la de la fe, tiene causa real. Gracias al hecho de encontrarse con quien le ha dado la vista, su razón ha sido capaz de ensancharse y su libertad de adherirse a quien ha cambiado su vida por completo. La libertad juega un papel fundamental. Muestra de ello es que ni los fariseos, ni los vecinos, ni siquiera los padres del ciego han sido capaces de reconocer a Jesucristo como el autor de la salvación de este hombre. Para ellos prevalece el prejuicio de que Jesús no podía ser el Mesías sobre la realidad misma de lo que ha sucedido.

Evangelio / Juan 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38

En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Entonces escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)». Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?». Unos decían: «El mismo». Otros decían: «No es él, pero se le parece». El respondía: «Soy yo». Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé y veo». Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?». Él contestó: «Que es un profeta». Le replicaron: «Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?». Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él.