Un Pueblo llamado al diálogo - Alfa y Omega

El Concilio Vaticano II hizo sonar una hora nueva en la historia. Supuso una celebración de la unidad y de la catolicidad de la Iglesia desde una adhesión inquebrantable a la Palabra de Cristo, en la fe y con un intenso propósito de concordia y de servicio de la caridad. Qué contemplación más honda podemos hacer de la Iglesia, que nos lleva a sentirnos a gusto siendo sus hijos. El entusiasmo y la pasión por que ella sea Madre que se acerca a todos los hombres anunciando a Jesucristo, es el gran reto en el que nos sitúa a los discípulos de Cristo. La Iglesia ha de vivir esa desbordante inquietud por todas las situaciones de los hombres, por devolver y poner alma en todo aquello que repercute en el ser humano y que le hace ser y hacer para todos, o padecer y destruirse.

Dejémonos hacer esa operación de largo alcance que cambia nuestros ojos, nuestro corazón y nuestros pensamientos, que serán siempre los de Jesucristo. La Iglesia tiene que salir a la historia concreta de los hombres abriendo los brazos, para estrecharlos, con la dulce violencia del amor a la humanidad. Así, la Madre Iglesia se hará presente en el mundo «provocando simpatía y atracción»; la misma que produjo Jesucristo a los hombres de buena voluntad. Hay que hacer posible que los hombres vuelvan a descubrir a la Iglesia de Cristo, en su verdad. Lo necesitan. Cuando históricamente se vivía bajo la influencia de la Iglesia, y cuando esta regulaba el pensamiento y las costumbres, era menos sentido. Pero ahora es objeto de controversias, a veces de oposición, y hay una mentalidad más secularizada; se ha desterrado de muchos recintos donde vive el ser humano, y es más necesario presentar con claridad el alma de nuestra Madre Iglesia, su misterio. ¡Qué Ciudad más hermosa! ¡Qué belleza contiene! Es la Ciudad de Dios bajada del cielo, es la Jerusalén celeste que se proyecta sobre el barro humano, iluminada, plasmada y santificada, pero siempre más bella, más hermosa, más perfecta de lo que aparece concretada en el tiempo y en el seno de la humanidad. Tú y yo somos miembros de la Iglesia.

El misterio de la Encarnación, promulgado y realizado en la historia de los hombres, se sigue actualizando, visibilizando y proyectando en el misterio de la Iglesia. Misterio maravilloso y grande en su naturaleza, estructura, poder y actividad. Es visible en sus miembros, en su organización, como fue visible su Fundador y Cabeza, el Hombre-Dios, Jesucristo. ¡Qué fuerza y qué capacidades tiene nuestra Madre Iglesia! De ella hemos recibido la verdadera vida, la que vence a la muerte y conquista la plenitud.

Estamos ligados a ella para nuestra salvación. Es nuestra educadora. Nos abre los labios para el diálogo con Dios y con todos los hombres y nos dice, en nombre de Cristo, que son nuestros hermanos. Nos manda y autoriza a hablar a los hombres de Dios.

¡Qué hondura tienen las palabras del Papa Francisco cuando nos llama al diálogo! En la encíclica Laudato si, desde la introducción misma, nos dice que en esta humanidad no bastan solamente los análisis, hacen falta «el diálogo y la acción» a todos los niveles (LS 15). El Papa nos invita a hacer caminos concretos donde se afronten todos los problemas que hay para construir la casa común, pero no de manera ideológica, superficial y reduccionista. Y el camino más importante que desea que afrontemos es el del diálogo. Generar debates honestos y sinceros, que se den con profundidad humana, con un gran compromiso moral, con un sentido profundo intercultural e interdisciplinar. Todo ello no elimina la pasión por la verdad, pero esta pasión hay que vivirla desde el camino del diálogo que nos pide paciencia, ascesis y generosidad. Nunca olvidemos uno de los principios del Papa Francisco, fundamental en esta época que está en balbuceos: «La realidad es superior a la idea» (LS 201). Porque no bastan soluciones técnicas para afrontar la construcción de la casa común, de esta familia humana.

No podemos aislar cosas que están entrelazadas. No escondamos los verdaderos y profundos problemas del sistema mundial. Diálogo, sí… Diálogo entre la política y la economía, entre todos los que formamos la Iglesia, entre todas las religiones, entre los diferentes movimientos ecologistas, entre la ciencia, la filosofía y la teología, entre creyentes y no creyentes. Diálogo. Al estilo y manera que Dios quiso hacerlo con todos los hombres, haciéndose Hombre. El misterio de la Encarnación, contemplado con todas las consecuencias, nos da las claves del diálogo verdadero que necesita esta humanidad. Para ese diálogo que nos propone el Papa Francisco, hay que tener en cuenta estos aspectos:

1. El cambio geográfico-demográfico: hoy los católicos no son mayoría en Europa. El crecimiento de los católicos en otras áreas del mundo es importante y tiene trascendencia en todos los planteamientos. Nos fuerza a tener otra perspectiva en la vida y en la acción de la Iglesia. El proceso de globalización sitúa lo local en una perspectiva compleja y muy diferente a los escenarios del siglo XX, que tenían un marco nacional y colonial. La estrategia no es solamente hacer grandes cuadros dirigentes en todos los espacios donde se fragua la vida del ser humano: política, cultura, enseñanza, filosofía, arte… Observemos cómo el cristianismo se está difundiendo de manera sorprendente entre los cristianos que dan la vida por Cristo, y se convierten en testigos de una manera nueva de ser y de hacer con su vida en medio del mundo, a través de comunidades vivas donde la adhesión a Él no es una anécdota, es la vida misma. Aumentan los mártires, y se acercan a formar parte de la Iglesia los pobres y perseguidos. Y, por otra parte, se van atrofiando los cristianos en los lugares más ricos y acomodados.

2. Con todos los hombres: el Concilio nos habla del Pueblo de Dios, de un Pueblo que vive entre los que lo forman, y con todos los hombres con los que se encuentran, de una manera responsable, en diálogo con todos, acompañando a todos, buscando la paz, creando puentes. Hacen verdad lo que el Concilio Vaticano II nos invitaba a vivir: eliminar la crisis de confianza que amenaza a la humanidad, con el estatuto teológico reconocido y vivido por la Iglesia en el horizonte católico, con el reconocimiento de la libertad religiosa, del diálogo ecuménico e interreligioso, y con los no creyentes.

3. Con un nuevo lenguaje: al hermano al que hay que llegar para que reconozca quién es y la riqueza que le da Cristo, no se accede más que con la cercanía del amor y de la misericordia. Nuestro lenguaje ha de ser el de la misericordia, no el lenguaje duro y belicoso de la división. Este ni fue el lenguaje del Buen Pastor, ni puede ser el de la Iglesia para entablar relaciones con todos los hombres. Que todos aquellos con los que nos encontremos tengan derecho de ciudadanía en nuestro corazón. No olvidemos que ha crecido el mundo de la revancha de Dios que lleva a los fundamentalismos de todo tipo. El lenguaje ha de ser aquel que nos acerque más a los hombres.