José Mazuelos: «La paternidad responsable respeta y enriquece el sexo entre los esposos» - Alfa y Omega

José Mazuelos: «La paternidad responsable respeta y enriquece el sexo entre los esposos»

A monseñor José Mazuelos también se le puede llamar, con toda propiedad, doctor Mazuelos, porque el obispo de Jerez y miembro de la Subcomisión para la Familia y Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal, no sólo tiene el doctorado en Teología, sino también en Medicina. De hecho, incluso llegó a ejercer como médico de familia antes de entregarse por entero a la cura de las almas…, y también a curar las heridas de las familias. Por eso, sabe bien de lo que habla cuando explica, para Alfa y Omega, qué es lo que dice la Iglesia sobre la paternidad responsable, y sobre todo, cómo se puede vivir la doctrina de la Iglesia en el día a día de una familia

José Antonio Méndez
«Es lícito tener en cuenta los ritmos del cuerpo de la mujer y recurrir a los métodos naturales de regulación de la fertilidad»

Cuando la Iglesia habla de «paternidad responsable», ¿a qué se refiere exactamente? O dicho de otro modo, ¿qué es la «paternidad responsable» a la luz del Magisterio de la Iglesia?
Esta expresión está actualmente muy deteriorada y, lo que es peor, desviada de su verdadero sentido y significado, en particular en su contexto ético y moral. Lamentablemente, este término ha sido malinterpretado hasta hacerlo equivalente al hecho de tener pocos hijos, o incluso a cerrarse a la paternidad y a la maternidad.

Frente a esto, la paternidad responsable, a la luz del Magisterio, supone el ser consciente de que engendrar una nueva vida no es algo simplemente biológico, sino que implica a los padres en su razón, en su voluntad, y en su dimensión espiritual. Eso implica buscar, de manera consciente y generosa, la voluntad de Dios sobre la dimensión de la propia familia, y decidir el modo concreto de realizarla. Es decir, la fecundidad, por la que los esposos se convierten al mismo tiempo en padres y madres, debe incluir también una dimensión humana guiada por la razón, y por la virtud que la perfecciona en el plano del obrar, esto es, la prudencia.

¿O sea, que la Iglesia ve la paternidad responsable como algo sagrado?
Es en este sentido en el que el beato Pablo VI habla de paternidad y maternidad responsables, en la Humane Vitae: «El amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de paternidad responsable, sobre la que hoy tanto se insiste con razón, y que hay que comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí». Desde esa perspectiva, hablar de paternidad responsable supone, por un lado, afirmar la unión entre sexualidad y familia, y por otro, situar el nacimiento de la vida en un marco de veneración y respeto a la misión sagrada de los padres como cooperadores de Dios. Por eso, el concepto de paternidad responsable nos recuerda, por una parte, que el hombre colabora con Dios en su misterio creador, y a su vez, que Dios permite al hombre coronar con Él la creación. Al fin y al cabo, la responsabilidad es una llamada a superar la pura inmanencia y nos remite a la trascendencia.

Monseñor José Mazuelos

La responsabilidad es lógica y positiva

¿Tener muchos hijos es irresponsable, tal y como sostiene una corriente cultural e ideológica muy extendida?
Lo primero que hay que aclarar es que la paternidad o maternidad responsable es un canto a la libertad y al amor de los esposos, que serán los que tendrán que discernir en el marco del bien de la propia familia, del estado de salud y de las posibilidades de los mismos cónyuges, los hijos que pueden tener. La paternidad responsable no se ha de entender, por tanto, sólo en un sentido restrictivo como un derecho a evitar el nacimiento de nuevos hijos, sino también en un sentido positivo, como criterio favorable para que ese nuevo nacimiento se produzca.

Por otro lado, la paternidad responsable conlleva el asegurar que, si se decide espaciar los nacimientos, este deseo no nazca del egoísmo, sino que sea conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable. Además, en el matrimonio se deben cultivar sinceramente la castidad conyugal, y el respeto a los aspectos esenciales de las relaciones sexuales: unitivo —amor y entrega recíprocas de los cónyuges— y procreador —nacimiento de los hijos—. En ese contexto, es lícito tener en cuenta los ritmos del cuerpo de la mujer y recurrir a los métodos naturales de regulación de la fertilidad, limitando las relaciones sexuales a los periodos infecundos. Lo que sí está claro es que consiste en utilizar la inteligencia, recta y generosamente, en la transmisión de la vida.

Y, por el contrario, no tener más de 1 o 2 hijos, ¿es menos acorde con la doctrina de la Iglesia?
Juan Pablo II aclaró que «el verdadero concepto de paternidad y maternidad responsables está unido a la regulación de la natalidad honesta desde el punto de vista ético», es decir, unido a una actitud basada en la madurez de la persona que subraya otra virtud importante: la templanza. Conjugar el amor entre los esposos con la responsable transmisión de la vida implica reconocer personalmente ante Dios los propios deberes, y actuar, no por antojo, sino en conciencia. Así, con criterios objetivos —tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos—, los cuales mantienen íntegro el sentido de la entrega mutua y de la procreación humana, se puede legítimamente decidir si se forma una familia numerosa, o bien si, siempre por graves motivos y respetando la ley moral, se evita tener un hijo.

«Todo hijo es un bien y no algo que haya que evitar a priori»

No es cuestión de números

La Humane Vitae habla precisamente de esos factores —que usted menciona— que se consideran lícitos para que un matrimonio, tras un proceso de discernimiento ante Dios y siguiendo los métodos naturales, decida no tener más hijos: ¿Qué factores son estos?
El amor conyugal es esencialmente fecundo, está pensado para que dé fruto, como el lugar propio donde recibir el don precioso de la vida. Esta realidad, no obstante, no contradice, sino que más bien requiere de los esposos, tomando conciencia de esta llamada a la fecundidad, el ejercicio de una paternidad responsable.

En esta perspectiva de la fecundidad, el hombre y la mujer, desde el momento en que se conocen, y se descubren a sí mismos y al otro, son responsables de los mecanismos fisiológicos, de sus tendencias, pasiones y sentimientos, los cuales, siendo buenos en sí mismos, hacen necesario el dominio de sí y una paternidad virtuosa. Es justamente aquí donde entra la paternidad responsable.

Por eso, los motivos de salud, o las condiciones económicas, psicológicas, sociales, hacen necesaria la capacidad de deliberar si hacer crecer o no la familia. Se trata indudablemente de una decisión que corresponde a los cónyuges, lo cual no excluye la conveniencia de buscar el asesoramiento de otros, bien sean pastores o bien otros matrimonios con experiencia y madurez cristiana.

Más allá de la connotación que tiene en España la expresión «tener hijos como conejos», el Papa ha dejado claro que no para un católico la paternidad no es una cuestión de números, y que por eso no se trata de tener «hijos en serie», sino que «cada hijo es una bendición». De hecho, el Santo Padre dijo en diciembre, durante un encuentro con las familias numerosas de Italia, que «cada hijo es único». ¿Qué implica esto?
Con esta expresión de que «cada hijo es único», el Papa ha querido recordar un principio fundamental del pensamiento cristiano, esto es, que todo hijo es un bien y no algo que haya que evitar a priori. Al respecto conviene recordar que un don no es un derecho, y que, por lo mismo, la paternidad responsable exige también el tener claro que los esposos, más que dueños, son administradores de la paternidad que reciben de Dios. «En la paternidad y maternidad humanas, Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación sobre la tierra. En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella imagen y semejanza, propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación», dice Juan Pablo II en su Carta a las Familias. En definitiva, afirmar que cada hijo es único no es más que afirmar el carácter dialogal del amor de los esposos. Un diálogo vertical: desde Dios y con Él; y horizontal: entre la pareja. Ese carácter dialogal posibilita la responsabilidad y la cooperación, que alimentan tanto el amor conyugal como la paternidad. Esta responsabilidad y esta cooperación deberán de tener como interlocutor último a Dios y a su diseño, o lo que es lo mismo, a su voluntad irrepetible para cada pareja humana.

«En el amor pleno y total del acto conyugal aparece el amor humano, e interviene también el amor y el misterio con mayúsculas: Dios mismo»

El acto conyugal: el marco perfecto del amor

Si tener hijos es un don de Dios, y es algo tan positivo para la pareja, ¿por qué no vale cualquier método para tenerlos?
No hay duda de que toda persona, por su carácter trascendente, debe venir al mundo o ser llamada a la vida en un marco de misterio y dignidad, es decir humanamente. Y es en el amor pleno y total del acto conyugal donde se encuentra dicho marco, pues en él no sólo aparece el amor humano, sino que interviene también el amor y el misterio con mayúsculas: Dios mismo. Por eso, el engendrar una vida humana recibe el término de procreación, al tratarse de una obra fruto del amor entre un hombre y una mujer unidos en una comunión de vida, pero en colaboración con el amor creador de Dios. Esto convierte a los cónyuges, a la vez, en cooperadores e intérpretes del amor de Dios, y es a lo que nos referimos al hablar del misterio de la paternidad o procreación.

El término responsable viene referido a todo acto que uno asume consciente y libremente, y del cual ha de responder, esto es, dar los motivos o razones de por qué lo ha realizado. Ahora bien, ¿a quién tengo que responder en una cultura materialista y atea? A uno mismo exclusivamente, lo cual olvida una parte fundamental de la verdad del hombre, ya que debemos, por encima de todo, responder ante Dios. Por tanto, descubrir y acoger el proyecto de Dios es la auténtica responsabilidad a la hora de afrontar la fecundidad de una pareja.

Dos elementos perturban hoy la recta comprensión de esta verdad: por una parte, la contracepción, y por otra, la fecundación artificial, que entienden la transmisión de la vida más como una producción que como verdadera procreación. Esto es así porque se da una separación entre la finalidad unitiva y procreativa, bien porque se afirma que es posible un amor conyugal verdadero cerrado a la vida, o bien, porque se juzga posible producir la vida prescindiendo por completo del amor conyugal. En ambos casos se trata de acciones materialmente contrarias al bien de la transmisión de la vida, y contrarias también a la entrega recíproca de los cónyuges, que lesionan el verdadero amor y niegan el papel soberano de Dios en la transmisión de la vida.

«La contracepción excluye del don total de la propia persona una dimensión de ella misma: su fertilidad»

¿Qué métodos valen, y cuáles no, para tener hijos, o para no tenerlos?

Entonces, si decidir no tener más hijos es también acorde al Magisterio, ¿por qué no vale cualquier método para no tenerlos?
La contracepción supone que al lenguaje natural, que expresa la recíproca donación de los esposos, se impone un lenguaje objetivamente contradictorio y falaz, que niega la donación total y verdadera al otro. Al hacerse dos esposos una sola carne, se da, por su misma naturaleza, la mayor expresión y realización del don total de uno mismo. La contracepción excluye del don total de la propia persona una dimensión de ella misma, que es su fertilidad. Cuando los esposos cumplen un acto sexual fértil, el uno dona al otro también su respectiva capacidad de convertirse en padre o madre; pero en la contracepción, se introduce una limitación en el lenguaje de la donación, produciendo así un divorcio entre amor y verdad. El hacer voluntariamente infecundo un acto conyugal por el uso de medios artificiales como el preservativo, el DIU o la píldora [estos últimos pueden ser, además, abortivos, N. d. R.] es quitarle su verdad interior, esto es, la unión amorosa y la fecundidad potencial. Se trata de un acto deshonesto y sigue siéndolo aun en el conjunto de una vida conyugal fecunda. Esta es una de las razones más profundas por la cual la Iglesia enseña que la contracepción es injusta. No es un No de la Iglesia al amor de los esposos, sino un reconocimiento y un gran a la grandeza y a la dignidad de dicho amor.

La otra gran razón de la Iglesia tiene que ver con el misterio de la creación divina. La contracepción implica el rechazo de reconocerse colaboradores de Dios y la pretensión de hacerse árbitros y señores absolutos del surgir una nueva vida.

¿Y qué propone la Iglesia para vivir esa paternidad responsable?
Frente a todo lo dicho, los métodos naturales, usados cuando hay graves razones para no procrear, afirman la sabiduría del Señor, que ha dispuesto de los periodos de no fertilidad en la mujer. A su vez, la elección de los ritmos naturales comporta la aceptación de los tiempos de la persona de la esposa, y por tanto, del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aquí sí se construye el amor conyugal porque la sexualidad es respetada y enriquecida en su verdadera dimensión de don y entrega. En este sentido, decimos que es natural en tanto que respeta la libertad de las personas, así como el diálogo de estas con Dios Creador.

«Cuando la sexualidad descubre su fin en el amor como donación y acogida, podemos hablar de civilización del amor»

El sexo no es un bien de consumo

La moral sexual y familiar es una pieza clave para el ser humano y, por tanto, para la Iglesia. Sin embargo, en las últimas décadas, muchas personas, incluso católicos, han dado la espalda a las enseñanzas de la Iglesia. ¿Por qué?
El porqué habría que buscarlo en la antropología materialista que poco a poco se ha ido imponiendo en nuestra sociedad, atrofiando en el ser humano toda dimensión trascendente y considerando al hombre o a la mujer en su mera individualidad, sin su vocación radical y gratificante al nosotros común. Esta comprensión incompleta origina, por una parte, que la persona se siente liberada de su propia responsabilidad en aspectos tan centrales como son su misión de transmitir la vida y de construir una comunidad de vida, de amor y de destino con su cónyuge. Desde esta perspectiva es posible establecer una ruptura entre sexo, amor, matrimonio y familia.

Y esto, ¿qué efectos tiene?
Pues que la sexualidad queda privada de su importancia y trascendencia. Se reduce a un fenómeno biológico, que se vive en el marco de una separación del cuerpo de la persona y de una ruptura con el amor y la procreación. El sexo se reduce a un bien de consumo, considerándose la sexualidad como diversión y dentro de los esquemas de uso y consumo. Desde ahí, ya no queda más que una empobrecida visión hedonista de la sexualidad como capacidad de gozar y, derivadamente, como fuente de dominio de aquellos a quienes tienen en sus manos, como forma de poder sobre ellos sea en la comunicación o en las formas de conducta. De esta forma, perder el misterio de la sexualidad ha llevado a convertirla en un mero objeto de acuerdos humanos, y considerar acríticamente que su sentido es fruto de una convención, significa aceptar implícitamente que se la trate de forma utilitarista. En definitiva, cuando la sexualidad descubre su fin propio en el amor como donación y acogida, expresado a través del cuerpo en su complementariedad y en la donación total de la persona, y cundo éste se actualiza en el matrimonio –su ámbito propio–, entonces podremos hablar de civilización del amor. Por el contrario, cuando en la sexualidad falta el sentido y el significado del don, y es vista primordial y exclusivamente como fuente de placer, se introduce una civilización de las cosas y no de las personas, que es lo que vamos percibiendo cada día con más fuerza en nuestra sociedad. Y así, al final, perdemos todos.