Por siempre. Y para después, también - Alfa y Omega

Por siempre. Y para después, también

María Teresa Compte Grau

Rafael, el protagonista de El hijo de la novia, es un hombre común. Vive aquejado por las deudas, trabaja sin descanso para mantener un pequeño restaurante que fue de sus padres, conoce el fracaso matrimonial y tiene una novia con la que evita comprometerse. Aparentemente, nada en su vida es extraordinario, hasta que lo inesperado se cruza en su camino. Después de cuarenta y nueve años de vida en común, Nino, el padre de Rafael, decide casarse por la Iglesia con Norma, su madre. El sueño de Norma, enferma de Alzheimer, se hará por fin realidad. Rafael es incapaz de acoger la sorpresa. Una mujer que sufre la desmemoria no necesita cumplir un sueño. Un hombre atado a una mujer enferma no necesita casarse, sino ser feliz.

Para quien, como Rafael, la verdadera libertad pasa por la ausencia de vínculos, la decisión de Nino es una locura. Para quien, como Nino, el amor no es una fábula, sino un compromiso real, la libertad pasa por hacerse cargo de la amada. Rafael se revuelve ante lo que para él no es más que un absurdo. Pero, por fortuna, ninguno de los que le rodean, ni Nino, su padre, ni Naty, su novia, ni Juan Carlos, el amigo que regresa buscando la amistad, parecen dispuestos a acompañarle en su obstinación. La boda es mucho más que un sueño: es el anhelo de un hombre, Nino, que ama a Norma «por siempre, para siempre y para después también».

El hijo de la novia –hasta el 2 de noviembre en el madrileño teatro Bellas Artes- es un derroche de ternura sujeto al espacio de un escenario y a la duración exigida a una obra teatral. El tiempo impide recrearse en algunas escenas, reflexiones y confesiones. Y, sin embargo, no por eso el espectador dejará de emocionarse ante el cariño que destila la interpretación magistral de Álvaro de Luna en el papel de Nino, o de conmoverse con la inocencia de Norma, papel que interpreta la magnífica Tina Sáinz. La ingenuidad de Mikel Laskurain, en el papel de Juan Carlos, consigue que la obra pase del drama a la comedia sin que el sentido de la misma se vea afectado en lo más mínimo. La discreción en el escenario de Sara Cozar, Naty, es muestra de que los buenos actores secundarios son precisamente aquellos cuyo trabajo es tan vital para el perfecto desenlace de la trama, como fundamental para que el protagonista destaque debidamente. Eso es lo que le sucede a Juanjo Artero. Su personaje carga con dos desventajas: conseguir que el espectador se convenza de que es posible dejarse curar por el amor, al tiempo de que se olvide de Ricardo Darín. Rafael Belvedere supera ambos desafíos.