Unamuno no se estuvo nunca quieto - Alfa y Omega

Unamuno no se estuvo nunca quieto

Para Unamuno, la fe es una creación directa de la criatura. Pero cuando se pone de rodillas y escribe sus versos, es otra cosa, y entonces entiende que la fe se le viene encima, «que no es gozar de Ti, sino hacerte nuestro/ carne de nuestra carne»

Javier Alonso Sandoica

A Unamuno le interesaba estrictamente la filosofía. La consideraba el instrumento necesario para entrar en el cuerpo humano, mucho más atinado que el endoscopio, mejor que la ciencia. La ciencia, como dejó escrito, «es en el fondo cosa de economía». Y así, sin saber exactamente dónde, pero muy adentro, Unamuno se encuentra con una cualidad inquieta por la que el hombre nunca está a gusto, y va mendigando inmortalidad.

Como si se hubiera tragado una culebra castellana que le obligara a moverse de continuo, a preguntarse, a indagar, a saber por qué se es hombre, Unamuno no vive sin saber por qué vive. Las respuestas que dio con el tiempo fueron pendulares, a veces vibra con una emoción profundamente espiritual, que parece arrancarlo del suelo, y otras está mudo y quieto, en medio de la noche, como un niño sin esperanza. El poeta José María Valverde fue duro con él, decía que el pecado capital era «su exceso de yo», como ejemplifica en el soneto La unión con Dios: «Querría, oh Dios, querer lo que no quiero/ fundirme en Ti, perdiendo mi persona…».

Sin embargo, es verdad que en su poesía se muestra mucho más cerca del corazón del Cristo, que anduvo buscando siempre, que en la prosa. Su poesía es irregular, hay cosas ripiosas, mucha repetición, como esa persona dominada por una emoción violenta, que siempre anda volviendo a lo mismo. Pero en 1920 dejó escritos versos, en El Cristo de Velázquez, que conmovieron a Machado. Nadie dice cosas mejor dichas que Unamuno cuando se acerca a la Eucaristía: «Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo;/ amor que es hambre, amor de las entrañas, hambre de la Palabra creadora/ que se hizo carne; fiero amor de vida/ que no se sacia con abrazos, besos,/ ni con enlace conyugal alguno».

Aquí es más profundo que cuando disecciona la fe y se pone sabedor y científico, y quiere diseccionarlo todo. Tiene un ensayo sobre la fe en el que escribe: «¿Qué cosa es la fe? Creer lo que no vimos. ¿Creer lo que no vimos? ¡No!, crear lo que no vemos». Para él, la fe es una creación directa de la criatura, una especie de energía humana que ni se crea ni se destruye, que anda en nacimiento y consunción permanente, como el ciclo del agua. Cuando Unamuno se pone de rodillas y escribe sus versos es otra cosa, y entonces entiende que la fe se le viene encima, «que no es gozar de Ti, sino hacerte nuestro/ carne de nuestra carne».

Es verdad que aprendió el sueco él solito, y que hacía pajaritas de papel con destreza. Lo difícil, lo fácil, no le importaban los saltos de calidad, a todo le regalaba importancia. A mí, que Castilla me enloquece, el 150 aniversario del nacimiento de Unamuno, que se cumplió el pasado lunes, me ha hecho volver a leer En torno al casticismo, uno de los clásicos de nuestra literatura sobre esas estepas de la Iberia central.

El nacionalismo se cura viajando

Todos guardamos en la retina la fotografía de un Unamuno de perfil contra una hermosa chopera reflejada en el Tormes, que casi parece un cuadro de Zuloaga. Es el maestro quieto y feliz en silenciosa contemplación de la naturaleza: «Y ahora, dime Señor, dime al oído:/ tanta hermosura/ ¿matará nuestra muerte?» En este librito aparece el Juan de la Cruz madrecito, que fue de la mano suave y fuerte de la padraza Teresa. Muestra toda su fiereza contra los regionalismos, esos males endémicos que dejan escondidas las verdades, y que sólo despiertan «con vientos cosmopolitas».

El nacionalismo, que siempre anda en postura de repliegue, es triturado por el verbo de Unamuno: «Por el desarrollo de las funciones de relación progresan los vivientes acrecentando y enriqueciendo su vida. De la periferia primitiva embrionaria brotan los órganos de la inteligencia; del interior, el tubo digestivo, cuyo no enfrenado desarrollo convierte al viviente en parásito estúpido». Para Unamuno, las civilizaciones nacen de los encuentros, de las relaciones, de ninguna manera son brotes espontáneos.

Remato estas reflexiones con algo de su Diario íntimo, cuya aparición primera ocurrió en 1970. Unamuno es el de siempre, se sigue removiendo en su carrusel de entregarse y buscar refugio, de nadar y guardar la ropa. Pero hay cosas sólidas de su yo que se cuartean, «cuanto más se sale el hombre de sí mismo y de su apego a las cosas, tanto más, ni más ni menos, entra en él Dios con toda su riqueza. Pues en tanto vive Dios en ti, en cuanto mueres tú para ti mismo». San Cirilo, san Agustín, Leopardi, santa Catalina de Siena, aquí el maestro se ensancha con su facundia de lecturas y anda poniendo citas a sus pensamientos. Es un Unamuno que va quedándose quieto, que no muerto, como cuando disfrutaba con la vista del Tormes y dejaba que Dios le entrara.