Palabras para meditar - Alfa y Omega

Palabras para meditar

Redacción

Sin la familia, la vida no tiene casa

Estoy muy contento de estar con vosotros en esta gran celebración Por la familia cristiana. Vengo de Roma, y os traigo el cariño de la Comunidad de Sant’Egidio, que vive en España, en Europa, en diferentes países del mundo, entre ellos veinticinco africanos. Como amigos de los más pobres, nos damos cuenta de que hoy, los europeos, hijos de una sociedad rica, y los pobres del Sur tienen una pobreza más. Están solos. Si pueden, se lanzan a una vida globalizada donde todo es mercado. Valen por lo que compran o lo que producen. He visto en un aeropuerto americano una expresión significativa: I am what I shop (Soy lo que compro). De esta forma, con frecuencia no valgo nada. La pobreza se vuelve insoportable en la soledad. Y el bienestar se vuelve amargo en la soledad. Pero, ¿es éste nuestro destino? ¿O más bien la Humanidad está obedeciendo a una ideología dominante, sin rostro, que hace del hombre y de la mujer criaturas perdidas en el gran mercado de la vida, con la ilusión de escoger libremente la felicidad? Sin embargo, en algunos momentos de la vida, se ve con lucidez que ésta no es ni felicidad ni libertad.

El destino que llevamos dentro es bien distinto: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2, 18) —dijo Dios mirando al hombre, que no encontraba compañía entre las cosas y los animales—. Allí comenzó la aventura de la familia, compañera de toda la historia humana. En esta aventura humana se sitúa el Señor, Jesús de Nazaret, que nació en una familia Galilea e hizo de la familia una célula vital del nuevo pueblo de Dios. El Eterno no prescinde de la pequeña familia. Para Jesús la familia ha sido la cuna —o mejor dicho, el pesebre— de la vida y del amor. Ésta es la familia cristiana.

Pero, ¿es hoy una historia antigua, superada, mientras nos lanzamos a la aventura del mercado global y de un hombre dueño de sí sin límites?

Podría responder de muchas formas a esta pregunta que sobrevuela en nuestra cultura. Lo haré de la forma más simple. Respondo con el dolor de los niños africanos que viven por la calle, sin padre ni madre. Respondo con el dolor de los ancianos que, después de una vida laboriosa, son arrinconados mientras esperan la muerte en los asilos, porque no tienen familia. Y nuestra sociedad, que con el progreso les hace vivir más, les sugiere en voz baja que es hora de que se marchen porque su vida es un peso. Su dolor nos dice que la familia no está superada, sino negada. Qué verdadera es la palabra de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo». Dios le ha dado una ayuda en la familia, en el matrimonio con la mujer. Ante gente exaltada por una soledad llamada libertad, pero también humillada en su mayor parte por esta misma soledad, fortalecidos por una experiencia milenaria de humanidad, nosotros decimos con convicción: ¡no es posible construir un mundo humano sin la familia! Para todos, llega un momento en la vida en que nos damos cuenta en nuestra propia piel de la inhumanidad de un mundo sin familia.

Sin la familia, la vida no tiene casa. Esto es verdad para los niños concebidos cuyas lágrimas que piden vivir ni siquiera escuchamos, es verdad para los discapacitados a los que se les niega el derecho a nacer, es verdad para todos los niños, para el hombre y para la mujer. Sin la familia, la vida no tiene casa.

En un mundo donde se tiene la ilusión de elegir, donde todo se compra y se vende, donde todo es precario y está sujeto a las leyes de la competencia, la familia es el espacio de la gratuidad: algo escandalosamente gratuito, pero no precario, sino bien sólido, porque está fundado sobre la fidelidad del amor. El mundo necesita más familia porque necesita gratuidad. La familia es una profecía incómoda de un mundo humano. El mundo —dice Benedicto XVI— debe acoger la idea de la familia en el léxico de la vida nacional e internacional, para descubrir una verdad decisiva: que la Humanidad es una gran familia de pueblos. No estamos aquí para defendernos a nosotros mismos o un interés de la Iglesia, sino que estamos aquí por un bien de todos. Por esto estoy contento de estar en Madrid para decir que, en España, en Europa y en el mundo, se necesita más familia, porque se necesita más gratuidad, más vida y más amor.

Andrea Riccardi
Fundador y Presidente de la Comunidad de Sant’Egidio

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Un hecho extraño. Indiscutible

Estamos ante un hecho extraño. Indiscutible. Muchísimas personas nos hemos reunido, gozosas, para manifestar ante todos el bien que significa para nosotros la familia. Deberíamos valorar adecuadamente lo que está sucediendo en esta Plaza de Colón. Desde hace décadas, estamos recibiendo mensajes contra el valor de la familia. Lo normal sería que hubiera dejado de interesar. Hay algo que tenemos que reconocer casi sorprendidos: esa impresionante maquinaria no ha sido más potente que la experiencia elemental que cada uno de nosotros ha vivido en su familia, la experiencia de un bien, del que estamos agradecidos y que queremos transmitir a nuestros hijos y compartir.

Pero a muchos de nuestros contemporáneos, y tantas veces a nosotros mismos, la vida familiar nos parece difícil, si no imposible. Es lo mismo que les sucedió a los discípulos cuando oyeron hablar a Jesús del matrimonio (cf. Mt 19, 3-10). Los católicos no somos distintos de los demás. Tampoco a nosotros nos basta con saber la doctrina verdadera sobre el matrimonio para poder resistir todos los envites de la vida. Sabemos bien que todo el ímpetu que nace cuando uno se enamora no basta para impedir que el amor se oxide con el tiempo. En tantas ocasiones nuestros intentos por mantenerlo fresco resultan insuficientes. Por eso, nos apremia punzante la pregunta: ¿es realmente posible mantenerlo vivo?

Sólo quien es consciente de su incapacidad para conservar la frescura del inicio puede valorar el alcance de la promesa de Jesús que hace que la experiencia más bella de la vida, enamorarse, no decaiga. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 34-37, 39-40). Con estas palabras, Jesús desvela la esperanza que su persona constituye para quien le deja entrar en la vida. No se trata de una injerencia en las relaciones más íntimas, sino de la mayor promesa que el hombre haya podido recibir: si no se ama a Cristo —la Belleza hecha carne— más que a la persona amada, la relación con ella se marchita. Él es la verdad de esa relación. Sólo la gracia de Jesucristo hace posible vivir la naturaleza original de la relación entre hombre y mujer. Ésta es la tarea de la comunidad cristiana: favorecer una experiencia del cristianismo como plenitud de vida. Sin comunidades cristianas capaces de acompañar y sostener a los esposos en su aventura, será difícil, si no imposible, que ésta sea culminada con éxito.

Sin la experiencia de plenitud humana que hace posible Cristo, el ideal cristiano del matrimonio se reduce a algo imposible de realizar. La indisolubilidad del matrimonio y la eternidad del amor aparecen como quimeras inalcanzables. Éstas, en realidad, son los frutos de una experiencia intensa de Cristo, tan gratuitos que aparecen a los ojos de los mismos esposos como el testimonio de que para Dios nada es imposible. Sólo una experiencia así puede mostrar la racionalidad de la fe cristiana, su conveniencia humana: una realidad totalmente correspondiente al deseo y a la exigencia del hombre, también en el matrimonio y la familia. Una relación vivida así constituye la mejor propuesta educativa para los hijos y, al mismo tiempo, es un testimonio para todos de que el matrimonio no es necesariamente la tumba del amor, sino su realización.

Julián Carrón
Presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación

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La familia cristiana da a los hijos su identidad y su destino glorioso

¡Gracias por haber venido! Somos Kiko, Carmen y padre Mario, equipo responsable del Camino Neocatecumenal. Veo que aquí estáis muchos del Camino con todos vuestros hijos: gracias por haber venido.

Vosotros sois el testimonio de que no es verdad que todos se separan. Tenemos que ayudar a la familia en toda Europa. ¡Gobiernos laicos y ateos nos quieren hacer creer que esta nave que es nuestra sociedad, que es nuestra vida, no va ninguna parte! Como si fuéramos un enorme transatlántico en medio de un mar oscuro que no va a ningún sitio. Digámoslo: no es verdad, nuestra nave, nuestra sociedad, nuestra vida va al Cielo. Vamos a la Jerusalén celeste.

Nosotros lo sabemos porque Cristo nos llamó y nos ha hecho partícipes de su victoria sobre la muerte, nos ha dado la vida eterna que nos permite amarnos más allá de la muerte. Por eso no nos separamos. Él está en medio de nosotros. Podemos amar al enemigo, amar cuando la mujer o el marido son nuestro enemigo; gracias al amor de Dios en nosotros, podemos amar más allá de la muerte, por eso en el Sermón de la Montaña el Señor nos dijo: «Amad a vuestros enemigos».

Juan Pablo II en España, cuando habló de la familia dijo: «El futuro de la Humanidad pasa por la familia cristiana». El futuro son los hijos. Sólo la familia cristiana da a los hijos una identidad: son fruto del amor de sus padres, que, por ser cristianos, los han tenido como un don de Dios; segundo: les dan una moral y una fe; y, sobre todo, los padres dan a los hijos un destino glorioso: la vida eterna.

La Virgen dice a su Hijo en las bodas de Caná: «No tienen vino». Cristo responde: «No ha llegado mi hora». La Hora de Cristo es aquella que le hace pasar de este mundo al Padre. El vino en la Pascua hebrea significa la entrada en la tierra prometida. El pan ácimo es signo de la esclavitud, y una copa, la cuarta, de bendición, es la copa del vino de la Alianza, signo de la tierra que mana leche y miel. Cristo, en la Última Cena, coge el pan y dice: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros», y después de la cena coge la copa y dice: «Ésta es mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres»; y en otro sitio dice: «No beberé más del fruto de la vid hasta que sea cumplido en mi reino». Cristo lo cumple con su resurrección y ascensión al Cielo, haciendo entrar al hombre, a nuestra humanidad, en la Santa Trinidad, en el Cielo.

No tienen vino quiere decir que el matrimonio humano, que es una belleza de felicidad natural, no tiene vino, esto es, se acaba con la muerte, la felicidad que termina ya no es felicidad perfecta. «Ha llegado mi Hora, la hora de pasar al Padre, de introducir a la Humanidad en el Cielo». Ahora el matrimonio cristiano es indisoluble, su amor es eterno, ya tienen vino. Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte para todos, nuestra vida no se acaba en la muerte. Digámoslo al mundo, hemos de dar testimonio de nuestra fe: Cristo ha muerto por todos, ¡Cristo ha resucitado! Para todos se abre ahora el Cielo. Cantemos a Cristo: ¡Resucitó!

Kiko Argüello
Iniciador del Camino Neocatecumenal

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Yo y mi familia serviremos al Señor

Intervención de don Manuel Carracedo

«Yo y mi familia serviremos al Señor» (Jos 24, 15). Josué fue el sucesor de Moisés para guiar al pueblo de Israel, él los condujo al otro lado del río Jordán, y, a lo largo de su vida, Israel fue tomando posesión de toda la tierra que Dios les había prometido al pactar con ellos la Alianza. En este relato último del Libro de Josué, sobresale la acción y fidelidad permanente de Dios con su pueblo, hasta el punto que parece que no hubieran tenido que guerrear y pelear duramente para conseguirlo: «Dios iba delante de ellos, y ganaba por ellos las batallas».

Una vez que Israel se había asentado ya en la tierra prometida y cada tribu había recibido su heredad, se mezclaron con personas de otras culturas, con otros valores y otros dioses e ídolos. El pueblo elegido por el Creador para revelarse a la Humanidad, y llevarla a su plenitud, se veía olvidado, relegado… Ya no era importante. Para muchos, parecía que aquellos otros diosecillos eran mucho más cercanos, complacientes y, sobre todo, mucho menos exigentes. Entonces Josué convocó una gran asamblea en Siquém. Reunió allí a todas las tribus con sus jefes, jueces y escribas (Jos 24, 1), y tras contar las maravillas del único Dios, aquel que los había liberado de la esclavitud, que los había constituido en un pueblo, en el pueblo elegido, puso también ante ellos sus infidelidades y denunció públicamente el mal proceder de las tribus del Señor. Y entonces les preguntó: «¿A quién queréis servir, a estos dioses extraños o al Señor nuestro Dios?» Y él mismo contestó en primer lugar: «Yo y mi familia serviremos al Señor».

El pueblo contestó en la misma línea que lo había hecho Josué poniéndose de parte de Dios: «¡Nosotros también serviremos al Señor!» (Jos 24, 21). Josué entonces les dijo: «Entonces, apartad los dioses del extranjero que hay en medio de vosotros e inclinad vuestro corazón hacia el Señor Dios de Israel». El pueblo respondió a Josué: «Al Señor nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos» (Jos 24, 24).

Ese mismo Dios ha seguido hablando a la Humanidad y revelándose a ella, hasta llegar a manifestar su Palabra a los ojos de todos, encarnándose de María, la joven doncella de Nazaret, humilde y sencilla hasta el punto de poder decir a Dios incondicionalmente: «¡Hágase en mí según tu palabra; hágase en mí tu voluntad!».

Jesús, la Palabra del Padre, ha sido proclamada de una vez para siempre sobre la Humanidad. Y es Él mismo, ¡Jesucristo!, verdadero Dios y verdadero hombre, el que nos ha convocado aquí hoy para esta solemne celebración de la Sagrada Familia y, por tanto, de todas las familias cristianas. Hemos sido congregados por la Iglesia en esta Plaza, testigo ya de otras solemnes y únicas celebraciones de nuestra fe. Aquí hoy también nosotros hacemos memoria de lo que Dios ha hecho por cada uno de nosotros, por cada una de nuestras familias, por nuestra sociedad, por nuestra cultura, por nuestros valores, por toda la Humanidad. Pero también hoy debemos denunciar públicamente que se han infiltrado entre nosotros dioses extraños: el hedonismo, el relativismo, el egoísmo, el laicismo… Y también gran número de ídolos de todas clases: adivinos, horóscopos, espiritistas, falsos profetas, un bienestar exagerado, que no repara en la necesidad del otro, y todo tipo de ídolos que parecen ser tanto más reales y eficaces cuanto más nos apartamos del único Dios.

En definitiva: la impiedad, por la cual el hombre, dando la espalda a su Creador, quiere ocupar su lugar, usurpa su lugar y se erige a sí mismo como juez de vivos y muertos. Se toma por su mano el poder sobre la vida y la muerte, y cuando esto sucede, el resultado siempre es el mismo: la muerte. Y contra la cultura de la muerte y de la desesperación, Dios nos llama a la cultura de la vida y de la esperanza. Y contra las noticias de: todo vale, todo está bien, haz lo que quieras…, Dios nos invita a vivir y a anunciar al mundo, con palabras y obras, el Evangelio de Jesucristo y el Evangelio de la familia cristiana, que, fundamentada mediante el sacramento del Matrimonio sobre la Roca firme que es Jesús, y con el poder del Espíritu Santo, que nos habita, puede resistir todos los duros combates de la vida, puede atravesar pequeños y grandes desiertos, que no faltarán, y salir victoriosa, porque Cristo ya ha vencido por nosotros.

Y podemos hoy, hermanos y hermanas, venidos de multitud de lugares, elegir a quien queremos servir, si a estos diosecillos e ídolos que tanto abundan en nuestra sociedad, o si queremos servir a Dios. Tal como sucediera a Josué en Siquém, el mundo nos demanda, nos pregunta…, nos exige una respuesta a nosotros, que tenemos que ser sal de la tierra y luz para el mundo: «¿A quién queréis servir?». Os invito a que todos juntos respondamos a una sola voz como lo hizo Israel en la asamblea de Siquém: «Al Señor nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos?».

Amén.

Manuel Carracedo
Coordinador nacional de la Renovación Carismática Católica

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La familia tiene que ser amada, protegida y sostenida

Cuando Dios creó el género humano plasmó una familia. Cuando el autor sagrado quiso manifestar el ardor y la fidelidad del amor de Dios hacia el pueblo elegido, se sirvió de símbolos o analogías familiares. Cuando Jesús se encarnó, se rodeó de una familia, y cuando comenzó su misión en Caná, estaba en las bodas de una nueva familia. Son sencillas constataciones que revelan lo importante y valiosa que es la familia en el pensamiento de Dios.

Él no sólo le ha dado una gran dignidad, sino que ha querido que sea a Su imagen, entrelazándola con el misterio de Su misma vida, que es Unidad y Trinidad de Amor. Por lo tanto, un gran designio sostiene la familia y la pone tras las huellas de la Santa Familia de Nazaret.

La familia, lugar de un amor que va y vuelve, de comunión, de fecundidad y ternura, es signo, símbolo y tipo de cualquier otra forma de humanidad asociada. No es retórico afirmar que la familia es el primer bien social. En la gratuidad cotidiana que da sentido y valor a sus funciones de generación y educación, la familia introduce en el tejido social ese bien insustituible que es el capital humano, poniéndose de esa manera como recurso eficaz de la Humanidad. Pero no sólo esto. La familia sabe llevar el calor familiar allí donde las estructuras e instituciones, aun con toda la buena voluntad, no pueden llegar.

Pero si es grande su designio, igualmente grande tiene que ser el compromiso para llevarlo a cabo. Hoy, más que nunca, vemos que la familia manifiesta al mundo su fragilidad. Vemos esposos que, ante las primeras dificultades de la vida en pareja, dejan de creer en el amor que se tenían. Vemos hijos que, privados de la cercanía de unos padres unidos, encuentran dificultad para alzar el vuelo hacia un futuro comprometido. Vemos ancianos que, alejados del núcleo familiar, han perdido su ciudadanía y su identidad. Hoy, más que nunca, la familia tiene que ser amada, protegida y sostenida. Es necesario no dejar de acudir nunca al designio originario de la familia, que la ve unida con un para siempre que la consolida y la realiza. Es necesario llenar de significado la vivencia familiar con una espiritualidad de comunión, inherente a la familia, pequeña comunidad de amor. Son necesarias corrientes de opinión fundadas sobre los valores, y políticas familiares adecuadas.

Éste es el ardiente deseo que pongo en las manos de María Santísima, sede de la sabiduría y ama de casa, para el bien de la familia hoy y para la realización de toda la familia humana.

Chiara Lubich
Fundadora del Movimiento de los Focolares

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La santidad es para todas las edades

Queridas familias de Madrid y de España, hoy nos reunimos en esta plaza para una gran celebración. Celebramos la alegría del nacimiento del Niño-Dios y su nacimiento en el seno de una familia. La familia se convierte así en célula sagrada del hombre, de la sociedad y de la Iglesia. Sin embargo, hoy la familia se siente acosada, despreciada. Las familias se rompen apenas formadas, no están abiertas a la vida, se promueve o justifica el aborto y la anticoncepción. Aumentan los casos de violencia entre sus miembros. Las empresas no ayudan a conciliar la vida familiar y el éxito en el trabajo se pone por encima de la felicidad.

¡Familias!, seamos conscientes de nuestra trascendencia en la sociedad. Debemos organizarnos y asociarnos, para ser más eficaces en nuestra tarea de mejorar el mundo. No podemos dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza aisladamente. La Iglesia es fundamentalmente diocesana, se organiza en torno a su obispo. Seamos el apoyo de nuestros pastores. Se realiza en cada parroquia que es una comunidad de familias. Volvamos a la parroquia, ella nos necesita y nosotros necesitamos de ella. Que nuestra familia sea la Iglesia doméstica que fundamente una sociedad nueva, más humana y más cristiana.

¡Queridas familias!, demos importancia a la formación, basada especialmente en el magisterio de la Iglesia que nos da certezas. No podemos dialogar con nuestros vecinos o nuestros compañeros de trabajo si no tenemos una buena formación cristiana. La formación es para toda la vida, para todos los miembros de la familia, sean niños, jóvenes, adultos o ancianos. Colaboremos en las parroquias en tantas necesidades que se presentan: educación cristiana y evangelización, atención a los pobres, a los enfermos y abandonados. Estemos abiertos a todas las necesidades del mundo.

¡Alegrémonos¡ Estemos siempre alegres porque el Señor nos ha bendecido con nuestra familia, con nuestra fe. Transmitamos esta alegría y felicidad en nuestra casa y en cualquier lugar que estemos.

Recordemos las palabras del Santo Padre Benedicto XVI que nos dirigió hace unos días a la Acción Católica con motivo de la declaración de las virtudes heroicas de Nennolina, una niña italiana que murió con seis años y que va camino de ser la santa más joven de la Historia:

«La santidad es para todas las edades: para los niños, jóvenes, adultos y ancianos».

«Cada estación de nuestra existencia puede ser buena para decidirse a amar seriamente a Jesús y para seguirlo fielmente».

También nos exhortaba el Santo Padre Juan Pablo II insistiendo en que hoy es precisa una espiritualidad que no sea de mínimos, y esté arraigada en la Palabra de Dios, en la Tradición y en los sacramentos de la Iglesia. Y nos dijo en su último viaje en Madrid: «La presencia fiel del Señor os hace capaces de asumir el compromiso de la nueva evangelización, a la que todos los hijos de la Iglesia están llamados. Es una tarea de todos. En ella los laicos tienen un papel protagonista, especialmente los matrimonios y las familias cristianas».

¡Queridas familias!, vayamos asociados por este camino de santidad y de amor a Cristo en el seno de la Iglesia, para ser la sal y la luz de este mundo. Que la fiesta de hoy no sea solo un gozoso encuentro, sino el comienzo de una nueva fuerza en la sociedad, la fuerza positiva e ilusionante de la familia cristiana.

Francisco Ayuga
Presidente diocesano, de Madrid, de la Acción Católica General