«Haremos de nuestra familia un cenáculo» - Alfa y Omega

«Haremos de nuestra familia un cenáculo»

«Los santos no se improvisan». El sacrificio de Gianna Beretta Molla para que su hija naciera es el broche de oro de una vida de santidad sencilla; de una juventud, un noviazgo y un matrimonio en los que «el Señor y la Virgen eran parte integral». La hija por la que arriesgó y entregó su vida acaba de visitar España

María Martínez López
Gianna Beretta y su marido Pietro Molla, el día de su boda

Cuando le diagnosticaron un tumor benigno, Gianna eligió la cirugía más arriesgada para ella. Estaba embarazada, y quería salvar al bebé, y tener más hijos. Antes del parto, le dijo a su marido: «Pietro, si debes elegir entre mí y el bebé, ni una duda: salva al bebé». La pequeña nació por cesárea, pero Gianna contrajo una peritonitis séptica. Quiso morir en el lecho conyugal, donde habían nacido sus hijos mayores.

San Juan Pablo II la beatificó en 1994, Año de la familia; la canonizó en 2004, y ambos serán Patronos del próximo Encuentro Mundial de las Familias. En la beatificación, el Papa Wojtyla subrayó que «no se echó atrás ante el sacrificio, confirmando de este modo la heroicidad de sus virtudes». La hija por la que arriesgó su vida, Gianna Emanuela, lo expresa de otra forma: «Los santos no se improvisan». Durante el reciente encuentro de Jóvenes por el Reino de Cristo, celebrado en Salamanca, describió el camino de santidad que recorrió su madre.

Gianna nació en 1922, en una familia que vivía intensamente la fe. Fue la décima de 13 hijos, de los cuales cinco murieron. «Tenía una gran alegría —dice la hija—, y amaba todas las cosas bonitas de la vida: la música, la pintura… Era gran esquiadora, y le gustaba mucho subir a la montaña. Allí veía un reflejo del amor del Creador». Al mismo tiempo, dedicaba muchas horas al apostolado y la caridad, en Acción Católica y en la Sociedad de San Vicente de Paúl. Este compromiso la empujó a estudiar Medicina, en los tiempos difíciles de la Segunda Guerra Mundial. Se especializó en Pediatría, y vivía su trabajo como «una de las mejores formas de apostolado». Pero le faltaba concretar el sentido más amplio de su vida. «Rezaba mucho para saber qué quería Dios de ella, y hacía rezar a los demás; se preguntaba a sí misma, y le preguntaba a su director espiritual». Se planteó ir a Brasil como misionera laica, pero su salud se lo impidió. «Terminó entendiendo que su vocación era el matrimonio». Pero le faltaba algo importante: un novio.

Gianna Emanuela

Rondaba los 30 años, pero «no tenía prisa, y siguió rezando». Aprovechó una peregrinación a Lourdes «para pedirle a la Virgen que la ayudara. También mi padre rezaba a Nuestra Señora del Bueno Consejo, para encontrar una madre santa para sus hijos. Y la Virgen los escuchó». Les echó una mano, e incluso les hizo un pequeño guiño: aunque ya se conocían, hizo que se fijaran el uno en el otro el 8 de diciembre de 1954, centenario del dogma de la Inmaculada. «Mi padre era ingeniero, y tenía 42 años. Mi madre era diez años más joven», y también más lanzada: «Fue ella la primera que se declaró, porque mi padre era muy tímido y reservado».

Cartas de amor de una santa

Una vez en marcha, su noviazgo fue rápido, y se puede seguir por sus cartas. Ella decía en la primera: «Quiero hacerte feliz. Ahora que estás tú, quiero ser buena y darme para formar una familia verdaderamente cristiana». Él, que había perdido pronto a sus padres, se adelantó al futuro en una carta posterior, al reconocer que «habrá dolores, pero si nos queremos de verdad, con la ayuda de Dios, sabremos soportarlos». Y añadía: «Hoy por hoy, gocemos de la alegría de amarnos». Dos semanas antes de la boda, ella le decía: «Con la ayuda y la bendición de Dios, haremos todo para que nuestra familia sea un pequeño cenáculo donde Jesús reine sobre todos nuestros afectos, deseos y acciones. Convirtámonos en colaboradores de Dios en la creación».

«Leyendo sus cartas -concluía su hija-, he comprendido que ser santo no quiere decir ser perfecto. Mi madre tenía sus debilidades». Y, sobre todo, «se ve clarísimamente cómo vivieron su amor siempre a la luz de la fe. Su amor era muy grande, y podía serlo porque el Señor y la Virgen eran parte integral de él, como ya eran parte integral de su vida antes».